El debate de ayer no pasará a la historia universal del parlamentarismo, pero fue mejor que todo lo que llevamos escuchado en el Congreso de los Diputados durante el último lustro. Quizás ayudó lo extraordinario del momento: es raro que en un mismo día sucedan tantas cosas por primera vez.
Andalucía estrena alternancia en el poder. Tuvo razón Susana Díaz al señalar que el cambio no es la esencia de la democracia, pero en ocasiones sí puede ser un acto necesario de higiene democrática.
El nuevo Gobierno lo pasará mal, y no solo por el virus de Vox. Tendrá que controlar el monstruo burocrático-clientelar desarrollado durante 40 años, y hacerlo con suma precaución. Como señala Ignacio Camacho, en Andalucía se ha construido un modelo de sociedad subvencional, que no puede ser desmontado de un manotazo sin provocar un descalabro asistencial a gran escala. Díaz lanzó ayer varias advertencias al respecto.
No será fácil para el nuevo Ejecutivo andaluz sobrevivir a la tenaza de la presión de la calle y del sabotaje del Gobierno de Sánchez. Tampoco lo será mantener su cohesión interna. Los tres partidos que ayer sumaron sus votosestarán mañana mismo compitiendo entre sí en todos los municipios de Andalucía. Por supuesto, hay que descartar cualquier clase de auxilio desde la oposición o desde el Gobierno central, al menos mientras dure el ciclo electoral.
El PP podría caer en un espejismo de euforia tras conquistar la presidencia de la Junta de Andalucía. Sus lesiones profundas siguen ahí, y nada garantiza —más bien lo contrario— que la sangría se haya detenido. Les guste o no a Vox o a Casado, Moreno Bonilla está obligado a hacer andalucismo. A sus antecesores ese valor se les suponía, a él no.
Ciudadanos debuta como partido de gobierno en el escenario más complicado, donde su liderazgo y estructura son más livianos. Cuando en mayo llegue el momento de votar, la única referencia sobre cómo gobierna el partido de Rivera será Andalucía. Nadie —empezando por su socio— se lo va a poner fácil, porque para todos es el adversario a batir.
El desafío de Vox consiste en demostrar que su conservadurismo extremo es compatible con el patrimonio político de esta democracia. Su problema de fondo no es que lo califiquen de extrema derecha populista, sino que se perciba como una amenaza para la estabilidad del sistema.
Pero la clave de lo que suceda en Andalucía sigue estando en el PSOE. Salvando las distancias de contexto, el papel del PSOE en la política andaluza tiene semejanzas con el del peronismo en Argentina. Es legendario que ningún presidente no peronista ha logrado terminar normalmente su mandato, tal es su nivel de control social y su capacidad desestabilizadora.
No es la primera vez que un partido pierde democráticamente el poder tras haberlo ejercido durante décadas. Los socialdemócratas suecos gobernaron durante 45 años, hasta que en 1991 una coalición de partidos de centro-derecha los envió a la oposición. Pocos años después regresaron al Gobierno, aunque ya de forma discontinua y sin la hegemonía anterior.
En España tenemos el caso del PNV, que perdió el Gobierno vasco entre 2009 y 2012 para recuperarlo en la legislatura siguiente. El problema de los partidos con gran poderío político y enraizamiento social no es cómo salen del poder, sino cómo buscan el modo de regresar a él.
El problema de los partidos con gran poderío político y enraizamiento social no es cómo salen del poder, sino cómo buscan el modo de regresar a él
El PSOE tiene recursos sobrados para poner Andalucía patas arriba y hacer la vida imposible al nuevo Gobierno. Si se lo propone, un ‘no es no’ a la andaluza ejecutado a las bravas puede bloquearlo todo. Para bien o para mal, sigue disponiendo del aparato político más poderoso y de un entramado de control social que no se puede menospreciar. Usarlo para la revancha inmediata sería la primera tentación de Susana Díaz, quien quizá sienta que el reloj corre en su contra. El escrache en la puerta del Parlamento el día de la investidura no ha sido un buen anticipo.
Este Gobierno nace de un doble pacto: el acuerdo de coalición del PP y Ciudadanos, que los compromete a compartir programa y gestión, y un acuerdo de investidura entre PP y Vox que, teóricamente, empezó y concluyó con la votación de ayer. Tendríamos, pues, un Gobierno minoritario con 47 diputados, obligado a buscar acuerdos puntuales para sacar adelante sus políticas. Esta tesis de Rivera, aparentemente ingenua, abre una línea de reflexión interesante: que el acuerdo con Vox resulte circunstancial o se extienda hasta convertirse en un vínculo imprescindible para la subsistencia del propio Gobierno depende, en buena medida, de lo que haga el PSOE en la oposición.
No sería coherente practicar una oposición de tierra quemada y, a la vez, acusar al PP y a Cs de echarse en brazos de Vox. Si se quiere evitar que el partido ultra tenga la llave de todo, eso solo puede hacerse desde una oposición lealmente institucional que, sin renunciar a su condición de tal, abra espacios de interlocución y posibilidades de acuerdos. No es exagerado decir que la duración de la legislatura depende tanto de la acción de los dos partidos del Gobierno como del comportamiento del PSOE en la oposición.
Los socialistas andaluces tienen que decidir si quieren regresar al poder en Andalucía al modo peronista o como los socialdemócratas suecos
Lo más probable es que el PSOE regrese al poder en Andalucía. Pero los socialistas andaluces tienen que decidir si quieren hacerlo al modo peronista o como los socialdemócratas suecos. Ambas vías pueden funcionar, pero las consecuencias de elegir una o la otra serían radicalmente distintas para Andalucía, para España y para su propia identidad como partido.
Si superan el síndrome de abstinencia y razonan como lo haría el PSOE de la era presanchista, llegarán a la conclusión de que lo mejor para ellos y para todos es intentar ganar las elecciones en 2023, sin buscar atajos obstruccionistas. Es tan sencillo —y tan complicado en estos tiempos— como recuperar la vieja tradición de que solo lo que es correcto para el país puede serlo para el partido.