ASÍ ME PARECE
La semana pasada, la Audiencia Provincial de Navarra publicó la sentencia sobre el llamado caso de “La Manada”. El fallo ha suscitado la indignación, la movilización y el reproche de amplios sectores de la sociedad, y de prácticamente la totalidad de los medios de comunicación. Y era de esperar que así sucediera. No ha gustado que los hechos se calificasen como abuso, y no como agresión sexual. Y, en consecuencia, no ha gustado que la pena impuesta sea solo de nueve años de privación de libertad. Y mucho menos ha gustado el famoso voto particular de uno de los magistrados.
Nadie puede discutir que, en ejercicio de la libertad de expresión, cada uno haga la crítica de la sentencia que le parezca. Algunos, sin embargo, han llevado la crítica al terreno personal, y han pedido la inhabilitación de los tres magistrados que firmaron la sentencia. En mi opinión, esto ha sido un exceso. El riesgo más grave de sentirse apoyado por una mayoría social y de creerse en posesión de la verdad, radica en incurrir en exageraciones. Una cosa es pedir justicia, y otra pedir venganza. Una cosa es pedir que se rectifiquen errores judiciales, y otra pedir el linchamiento de los autores de esos supuestos errores.
De todas formas, se echa de menos una crítica sólida y profunda de la sentencia. Seguramente tendremos que esperar al contenido de los recursos anunciados. Vía recurso, una sentencia no se logra revocar por un alarde de voluntarismo, ni alegando emociones o sentimientos más o menos generalizados. Un recurso, para tener éxito, ha de basarse en un análisis pormenorizado de la sentencia, y en un razonamiento sobre los supuestos vicios e infracciones en que haya podido incurrir la resolución judicial, y que la hagan claramente revocable. Una sentencia puede ser revocada por falta de motivación suficiente, de modo que con su lectura no sea posible comprender las razones de la decisión judicial. También resultaría revocable si el órgano judicial hubiera incurrido en error en la apreciación y valoración de la prueba. Los tres magistrados de la Audiencia son los que han asistido de un modo inmediato a la práctica de las pruebas. La sentencia debe contener los correspondientes razonamientos sobre la fuerza de convicción de cada una de las pruebas practicadas, y determinar los hechos que en virtud de esas pruebas pueden considerarse acreditados. En esta valoración y apreciación de la prueba, el órgano judicial ha de respetar las reglas de la lógica y la razón, hasta el punto de que la sentencia será revocable si se infringen estas reglas, y no se supera lo que el Tribunal Supremo llama el “test de racionalidad”, que el propio alto tribunal configura como garantía del derecho a la tutela judicial efectiva. En fin, la sentencia podría haber infringido las normas en que se tipifican como delitos los hechos probados o se configuran las circunstancias atenuantes, agravantes o eximentes. Ello implicará que en el recurso se razone que la Jurisprudencia del Tribunal Supremo, o del Tribunal Constitucional, efectúa una interpretación diferente de las normas penales aplicadas. En fin, como decíamos, parece que habrá que esperar a los recursos para encontrarnos, por fin, con una crítica sólida, técnica y profunda de la sentencia.
Lo que también cabía esperar era la reacción de los políticos. Vivimos tiempos de histeria preelectoral. Las encuestas anuncian declives electorales de algunos y hegemonías de otros. Los estados mayores de los partidos, aterrados por las encuestas, han perdido la serenidad, y han dado órdenes a todos sus dirigentes de “conectar” con el pueblo. Lo que significa hacer y proponer lo que la gente pida en cada momento. Son tiempos, pues, de populismo puro y duro. Y esto explica que los dirigentes políticos se hayan puesto al frente de la manifestación contra la sentencia, y se hayan sumado a la campaña de críticas a la resolución judicial, y que incluso ellos también hayan incurrido en la descalificación personal de los magistrados de la Audiencia.
Si resultaban poco sorprendentes, por esperadas, las reacciones de ciertos sectores de la sociedad, y de la clase política ante la sentencia de Pamplona, lo que sí ha resultado desagradablemente sorprendente ha sido la enorme torpeza en la que ha incurrido el Ministro de Justicia. Nadie puede negarle a D. Rafael Catalá su derecho a la libertad de expresión. Pero algunos tendrían que recordarle que desde tan alto cargo se ha de practicar con rigor la virtud de la prudencia. Y que no es prudente que un Ministro de Justicia diga cosas que pudieran parecer poco respetuosas con el principio de separación de poderes o con la independencia del Poder Judicial. Y tampoco es en absoluto prudente que el Ministro de Justicia descalifique personalmente a un Magistrado con injuriosas y veladas referencias a un no aclarado problema singular. Por esta grave torpeza, la oposición parlamentaria en el Congreso pide el cese o la dimisión del Ministro. Habría que admitir con naturalidad que, en política, si uno comete un error, debe dimitir. Pero todos sabemos que con Rajoy nos falta mucho para llegar a este punto.