Ciertos místicos del siglo XVI juzgaban el mal más primordial que Dios. Percibían que la maldad era lo sin excepción compartido por todos. Lo que impone su vasallaje por encima de criterios y razones. Sospechaban que lo perverso puebla lo inaccesible de nuestra alma. Y que el enigma del mal es el enigma de lo humano.
No hay que buscar siquiera motivos a su acoso. El mal está ahí. Siempre. Lo de verdad admirable es la potestad que tenemos de contenerlo, de rechazarlo, de mantenerlo a raya. A eso llamamos los hombres un imperativo ético. Y en ello ciframos nuestra dignidad moral. Luchamos -es lo más esencial en nuestras vidas- contra el peso imborrable de la maldad en nosotros. Y sabemos que la maldad no se extingue. Basta dejarse llevar por las inercias, para verla alzar, de nuevo, su amenaza. Intacta. Del mal, sabemos que es lo que vuelve siempre. Y, cada vez, se nos antoja igual de impensable. Lo es. Impensable y primero. Como enseñan ciertos místicos.
Ha vuelto a suceder en estos días. Una criatura de dieciocho años que se esfuma en la noche. Sin motivo. Sucede lo peor. Que es lo que siempre amenaza en el oscuro acecho de las zonas más inconfesas de la mente humana, de las más insoportables. Un año y medio después, lo peor tiene imágenes y nombre. Pero es difícil asomarse a la amargura de que sea un animal de nuestra misma especie el que haya podido llevar tan hasta sus extremos finales lo más horrible.
Decimos de él que es «un monstruo», para alejar de nosotros la más aterradora de las constancias. Pero sabemos bien que no nos horroriza moralmente el rayo que fulmina en la tormenta, ni el terremoto que aniquila anónimamente a miles, ni la ola que arrastra al desprevenido paseante. Sabemos que es ser de nuestra especie lo que hace que ese horror ponga en jaque la condición humana, la de todos. Sabemos bien que, para ser un monstruo, se requiere primero ser un hombre. El bien no existe como algo positivo. El bien es el perseverante esfuerzo de resistirse a la maldad, de combatirla. Pero las formas múltiples del mal retornan siempre.
Y ha vuelto a suceder también que tantos se hayan perdido en vanas especulaciones. Desde la madrugada en la que esa pobre muchacha desapareció, demasiados medios se extraviaron en construir narraciones coherentes -ficciones coherentes-, relatos en los que dar la supuesta verdad de algo que no tiene más verdad que la de una atroz constancia: en el humano perviven atávicos instintos predadores. A flor de piel, casi. Y milenios de civilización sólo ponen la disciplina que fuerza a ese instinto a plegarse a los cánones de una vida vivible. Pero el monstruo no se borra, sigue ahí, enquistado, inmune al tiempo, a la civilización, a la cultura. El monstruo es el sello irreductible de la bestia en lo humano.
Al fin, el relato era simple. Tanto como encajaba a la maldad extrema desplegada. La maldad no es refinada ni compleja. La maldad es una bestia que da rienda suelta a su deseo. Y que aniquila a todo -a toda- cuanto se erige en obstáculo del placer exigido. Y todas las historias fantaseadas, desde aquella madrugada en la que Diana Quer fue perdida de vista, no hablan de lo sucedido. Nunca hablaron de eso. Hablan de la enfermiza tentación de convertirlo todo en sensacional narrativa, en fábula turbadora, con la cual obtener altas audiencias. También en eso late el monstruo.
El dolor debe ser mudo. Muda la piedad hacia quien lo sufre. Pero, ¡nos place tanto hablar de lo espantoso…! Pensemos. Y callemos.
FUENTE: ABC