Dolor y vergüenza. Dos palabras que resumen la crisis de la Iglesia chilena. Una realidad maquillada hábilmente hasta hace poco. Que le explotó en la cara al Papa y lo condujo a tomar decisiones drásticas, valientes. Con resultados nunca antes vistos, como la renuncia en bloque de todos los obispos de ese país. Una tempestad que cuestiona las entrañas más profundas de la comunidad católica y en cuyo epicentro se encuentran los trágicos abusos sexuales contra menores. Francisco indicó una vía de salida: no solo la remoción de personas, sino un intenso proceso de purificación que devuelva la fe y la credibilidad perdidas.
«Una vez más pedimos perdón, rogando con insistencia que los delitos se denuncien ante la justicia. ¡La Iglesia no es lugar para delinquir!», clamó Santiago Silva Retamales, ordinario castrense y presidente de la Conferencia Episcopal de Chile. Un desahogo escrito al inicio de esta semana, ya de regreso a Santiago tras varias reuniones privadas con el Papa en el Vaticano.
Palabras que constatan la medida de una crisis sistémica anidada desde hace muchos años en el seno eclesiástico chileno. Una cultura autorreferencial y elitista que permitió «abusos de poder, de conciencia y sexuales». Una realidad inquietante, descrita por el Pontífice en un documento de diez páginas que él mismo leyó ante 34 obispos chilenos la tarde del martes 15 de mayo.
Abusos de poder, de autoridad y sexuales
Allí, en una salita anexa a la gran aula de audiencias Pablo VI, sentados en un gran círculo, los clérigos escucharon en silencio el demoledor análisis. «Las dolorosas situaciones acontecidas son indicadores de que algo en el cuerpo eclesial está mal. Debemos abordar los casos concretos y a su vez, con la misma intensidad, ir más hondo», señaló Jorge Mario Bergoglio. El ambiente era mezcla de tensión y perplejidad.
«No se trata solamente de un caso en particular. Son numerosas las situaciones de abuso de poder, de autoridad; de abuso sexual. Y eso incluye el tratamiento que hasta ahora se ha venido teniendo de los mismos. Confesar el pecado es necesario, buscar remediarlo es urgente, conocer las raíces del mismo es sabiduría para el presente-futuro», siguió.
Con esas palabras, el Papa dejó en claro que su decisión de convocar a Roma a los obispos chilenos no solo buscaba alzar el dedo acusador y limpiar culpas. Cuando escribió aquella dramática carta al episcopado del país, fechada el 8 de abril, no solo quería pedir perdón por sus graves errores de valoración al considerar los abusos, los encubrimientos y el descrédito lanzado contra las víctimas. Su intención era poner en marcha un proceso a largo plazo para profundizar en las motivaciones últimas de todo el desaguisado.
No solo Karadima
«La gravedad de los sucesos no nos permite volvernos expertos cazadores de chivos expiatorios. Todo esto nos exige seriedad y corresponsabilidad para asumir los problemas como síntomas de un todo eclesial que somos invitados a analizar y también nos pide buscar todas las mediaciones necesarias para que nunca más vuelvan a perpetuarse. Solo podemos lograrlo si lo asumimos como un problema de todos y no como el problema que viven algunos», precisó, en su inédito documento.
Nunca antes un Papa había convocado a todo un episcopado para analizar a puerta cerrada una crisis de tamaña entidad, de la cual Francisco tomó conciencia gracias al informe de más de 2.600 páginas realizado por el arzobispo maltés Charles Scicluna y el sacerdote español Jordi Bertomeu. En febrero, ellos realizaron una misión especial a Santiago. Por primera vez, en esa ocasión, se escuchó sin prejuicios a las víctimas. No solo a quienes padecieron los ataques del otrora poderoso párroco del Bosque, Fernando Karadima. Sino a otras. Porque los abusos en la Iglesia chilena están más extendidos de lo que pudiera imaginarse, con casos en órdenes religiosas y diversas diócesis.
De hecho, en las últimas horas y tras su regreso de Roma donde también participó de los encuentros con el Papa, el arzobispo de Rancagua, Alejandro Goic, suspendió a 12 sacerdotes por supuestas «conductas impropias», pidió perdón y denunció los hechos a la Fiscalía local.
Un mal extendido y profundo
Este es un botón de muestra de los numerosos ejemplos incluidos en el informe Scicluna que llenaron de indignación y dolor a Francisco. En su documento, el Pontífice fustigó explícitamente la gestión superficial de las denuncias, el traslado a nuevas diócesis de religiosos con graves acusaciones y hasta la destrucción de documentos incriminatorios. Males que se han dado en diversas demarcaciones eclesiásticas; no solo en Santiago, cuyos dos últimos arzobispos (Francisco Javier Errázuriz y Ricardo Ezzati) resultan ya seriamente cuestionados.
Tras leer completo su texto, Bergoglio no agregó más. Los 34 obispos fueron invitados a reflexionar y regresaron la tarde del miércoles 16. Uno a uno fueron tomando la palabra, expresando sus reacciones al crudo diagnóstico. Fue allí donde comenzó a madurar la decisión de poner –todos juntos y por escrito– sus puestos a disposición del Papa, para que este pudiese decidir en libertad sobre el futuro de cada uno.
Esa fue la conclusión más significativa de las cuatro reuniones a puerta cerrada. Citas de trabajo, donde el Pontífice hizo sentir su autoridad. Entre los participantes notaron la distancia y hasta cierta frialdad. No fueron invitados a concelebrar con el Papa en la Casa Santa Marta, ninguno se reunió con él aparte, ni fueron acompañados especialmente. Se despidieron con una carta autógrafa, en la cual Francisco les agradeció su «plena disponibilidad» para adherirse a los «cambios y resoluciones» a implementar «en el corto, mediano y largo plazo, necesarios para restablecer la justicia y la comunión eclesial».
Con ese antecedente, el viernes 18 al mediodía, los portavoces Fernando Ramos, obispo auxiliar de Santiago, y Juan Ignacio González, obispo de San Bernardo, comparecieron ante la prensa para leer una declaración en nombre de todo el episcopado chileno. En ella, pidieron perdón por el dolor causado a las víctimas, al Papa, al pueblo de Dios y al país por sus «graves errores y omisiones».
Además anunciaron que todos los obispos presentes en Roma pusieron sus cargos en manos del obispo de Roma. En resumen: una dimisión colectiva. «De esta forma, pudimos hacer un gesto colegial y solidario, para asumir –no sin dolor– los graves hechos ocurridos», precisó Ramos. La noticia, sin precedentes, dio la vuelta al mundo aunque en la Curia romana algunos lo interpretaron como un acto de liberación de responsabilidad. Quizá sin saber que exactamente eso esperaba el Papa.
Más allá de los relevos
Todavía se desconoce cuáles serán aquellos «cambios» y «resoluciones» que impulsará el Pontífice. Como es obvio, aceptará no pocas de las renuncias presentadas. Sobre todo la de Juan Barros, el obispo de Osorno y pupilo preferido de Karadima, acusado de complicidad por las víctimas y por el cual se desencadenó buena parte de la crisis. Le seguirán otros clérigos, sobre todo los karadimistas(Andrés Arteaga Manieu, Tomislav Koljatic Maroevic y Horacio Valenzuela Abarca).
Pero habrá otros relevos. El más relevante: la salida del pastor de Santiago, Ezzati, quien ya superó la edad de jubilación obligatoria establecida en 75 años. Otros dejarán sus puestos, pero lo harán solo tras haberse responsabilizado concretamente de sus errores y de haber corregido el rumbo. Resultaría demasiado fácil para ellos descargar las equivocaciones sobre sus sucesores.
El desafío, ahora, va más allá de los relevos. Como sentenció Silva Retamales: «¿De qué sirven las buenas intenciones si todo sigue igual? Hay que comenzar por el diálogo. La Iglesia no la construyen los grupos de elite, porque ella es “el santo, fiel y sufrido pueblo de Dios”. Todo el pueblo de Dios tiene algo que decir sobre los abusos de menores, de poder y de conciencia, y sobre la misión a la que el Espíritu nos llama como Iglesia en esta cultura postmoderna. Es tiempo de generar un diálogo donde nadie se sienta excluido».