Un mes antes de su detención en una carretera del Estado alemán de Schleswig Holstein, uno de los mossos que acompañaban al expresident Carles Puigdemont en su dorado exilio belga descubrió una baliza oculta en los bajos de su Renault Space. Del tamaño de una lata de refresco, con unas baterías adosadas, emitía señales con su geolocalización. Era una chicharra (en el argot policial) poco sofisticada, fácil de obtener en circuitos comerciales. Del tipo de las que usaría un espía si tuviera que operar sin autorización en un país extranjero sabiendo que, de ser descubierto, su gobierno no se haría cargo de él.

Tradicionalmente, el secesionismo catalán no formaba parte de los llamados “objetivos informativos” del Centro Nacional de Inteligencia (CNI), el servicio secreto español nacido con el cambio de siglo a partir de la metamorfosis del viejo y desacreditado Cesid. Su director, el general Félix Sanz, no se cansa de repetir que no puede espiar a quién quiera. Se ciñe a lo que le manda el Gobierno. Una lista tasada de tareas reflejada en la directiva anual de inteligencia, de la que da cuenta a la Comisión de Secretos Oficiales del Congreso.

El separatismo (antes limitado a Esquerra Republicana y las asociaciones independentistas) es legal, por lo que solo colateralmente podía el CNI investigarlo. Por ejemplo, cuando Josep Lluis Carod-Rovira se reunió en 2004 en Perpiñán con el etarra Mikel Antza lo supo el servicio secreto antes de que el entonces número dos de la Generalitat conociera la identidad de su interlocutor.

La situación cambió en 2015. El Concepto Estratégico del CNI, que marca los objetivos a medio plazo, más allá de las directivas anuales, consagró la existencia de la Unidad de Defensa de los Principios Constitucionales, cuyo nombre se inspira en la alemana Oficina Federal para la Protección de la Constitución. Como en un cajón de sastre, allí recalaron operaciones que, con dudosa cobertura, llevaba años asumiendo el centro, como la protección de la Monarquía frente a las amistades peligrosas del rey Juan Carlos, caldo de cultivo para chantajes y escándalos.

Frente al escepticismo del Ministerio del Interior, el servicio secreto diagnosticó de inmediato que el cese de la actividad armada de ETA, en 2011, era su acta de defunción. Y obró en consecuencia. El Departamento de Terrorismo se quedó con el yihadismo, mientras que la responsabilidad de vigilar al entorno de ETA pasó a la nueva unidad proconstitucional, que se ocupó también del seguimiento del cada vez más preocupante procés.

El CNI reforzó su presencia en Cataluña (actualmente tiene unos 160 agentes, a las órdenes de un coronel) y dio prioridad a la búsqueda de “información estratégica”: puso en la mesa del Gobierno los sucesivos borradores de las leyes de desconexión, que diseñaban el plan de ruptura con la legalidad; o una minuciosa radiografía de los 17.000 Mossos d’Esquadra, con un pronóstico sobre su actitud ante un eventual conflicto de lealtades.

 

Pero no olió las urnas del 1 de octubre. El Gobierno iba sobrado de confianza. Se había creído su discurso de que no habría referéndum porque faltaría el censo, las papeletas y las urnas. La llegada de estas últimas a los colegios, de madrugada y en los maleteros de coches privados, fue vivida como una humillación. Las 10.000 urnas se compraron en Guangzhou (China) a finales de junio y desembarcaron en Marsella (Francia) un mes después. Pasaron por ocho almacenes y 40 locales, antes de repartirse en casas particulares tres días antes de la votación, según cuentan Laia Vicens y Xavi Tedó, en su libro Operación Urnas. Fueron cientos los implicados en un gigantesco dispositivo logístico. “Tuvieron suerte de que ninguno sufriera un incidente de tráfico”, lamenta un agente del CNI.

Otros se excusan alegando que el Gobierno no ordenó buscar las urnas al CNI. O, al menos, no solo al CNI. Todas las fuerzas de seguridad tenían el mismo encargo. Y todas fallaron.

“También perdimos batallas frente a ETA y al final ganamos la guerra. No es hora de lamentarse, sino de aprender la lección”, dijo aquel día el general Sanz a sus subordinados, según recuerda alguno de ellos.

El vehículo de Puigdemont no llevaba ninguna chicharra cuando fue interceptado por la policía alemana el pasado 25 de marzo, tras cruzar la frontera danesa. Hubiera sido muy arriesgado. Para captar la señal, un coche debería haberle seguido más de 2.500 kilómetros, en un viaje que desde Helsinki le llevó a bordear las frías aguas del Golfo de Botnia, cerca del Círculo Polar Ártico, para evitar aviones y ferrys donde un control policial podría haber comprobado la euroorden dictada contra él.

Tampoco hacía falta. El viaje fue monitorizado minuto a minuto, probablemente gracias al GPS del móvil de un acompañante del expresident. Aunque el sistema no es infalible: la dirigente de ERC Marta Rovira envió su teléfono a Madrid, donde estaba citada por el Supremo, mientras ella tomaba el avión a Suiza.

El Gobierno, conocedor del periplo de Puigdemont, tuvo tiempo para decidir qué país era mejor para capturarlo: Alemania. Los posteriores avatares judiciales han cuestionado lo acertado de la apuesta, pero esa responsabilidad ya no corresponde al CNI, que aquel domingo pudo sacarse la espina que tenía clavada desde medio año antes.

En la naturaleza de los servicios secretos está su penitencia: sus aciertos no deben conocerse y sus fallos no pueden ocultarse.

Ataque en Las Ramblas

El más dramático de estos fallos se evidenció el pasado 17 de agosto en Las Ramblas de Barcelona, cuando una furgoneta arrolló a los despreocupados paseantes. Los ataques yihadistas de la capital catalana y Cambrils dejaron 16 víctimas mortales.

Lo más grave: no fueron obra de un lobo solitario sino de una docena de terroristas que recopilaron cientos de bombonas de butano sin que nadie se percatase. Su líder, Abdelbaki Es Satty, el imán de Ripoll, fue investigado en 2006 por su relación con el carnicero de Vilanova, que enviaba combatientes a Irak, sin hallar pruebas contra él. En 2010 fue condenado por tráfico de hachís. Durante los cuatro años que pasó encarcelado en Castellón, dos agentes del CNI, uno psicólogo, mantuvieron contacto regular con él, pero acabaron por desistir convencidos de que carecía de interés como fuente. Aún lo lamentan.

Cuando compareció a puerta cerrada ante los diputados, el general Sanz explicó que la célula de Ripoll rompía con todos los esquemas de los expertos en yihadismo: eran personas integradas socialmente, incluía a menores de edad y su radicalización parecía haber sido extremadamente rápida. Puso en duda que el imán fuera el líder de la célula y sugirió que este podría estar fuera de España. Todo ello no es excusa, añadió, pero obliga a revisar parámetros y amplía el foco de vigilancia. Una tarea ingente, pues en España hay 1.500 mezquitas, un tercio ilegales.

A diferencia de algunos responsables de Interior, Sanz evitó criticar a la policía catalana. No en vano, el CNI cooperó con los Mossos, pese a los reparos de la Policía Nacional, en la Operación Caronte: la detención en abril de 2015 de una célula que planeaba atacar en lugares emblemáticos de Barcelona. En 2008, también en la capital catalana, el Centro estuvo detrás de la Operación Cantata, en la que fueron detenidos 10 paquistaníes y un indio que preparaban atentados suicidas en el metro.

El CNI forma parte del Grupo Contraterrorista (CGT), integrado por las agencias de espionaje de los 28 países de la UE, más Noruega y Suiza. Desde finales de 2016, el CGT cuenta en Holanda con una plataforma de intercambio de datos sobre sospechosos de yihadismo. Es la primera vez que los servicios secretos, y no solo las policías, disponen de una herramienta de este tipo.

Tras el 11-M, el presidente Rodríguez Zapatero le dio una orden al entonces director del CNI, Alberto Saiz: “Evita que se repita”. El servicio secreto, codo con codo con las fuerzas de seguridad, lo logró durante 13 años.

 
 
 

 

 

FUENTE: ELPAIS