Cuando aterricé en China el 8 de febrero de 2003, el síndrome respiratorio agudo grave (SARS) ya estaba allí. Pero no lo sabíamos. El olor a amoníaco y orín del régimen llegaba hasta los lavabos del campus. Y yo era feliz, porque mi nivel de chino no me permitía entender del todo esa civilización gris en la que me estaba especializando. Quería ejercer mi oficio sin hacer el ridículo, como mi maestro más maldito me había aconsejado.

El virus lo aceleró todo. Era mi primer coronavirus. La realidad de los muertos y las ambulancias forzó la censura del régimen y la verdad explotó. Cerraron el país y el campus a cal y canto. Que supiéramos, había dos contagiados en los dormitorios. Los alumnos extranjeros nos aislamos en silencio, mientras los chinos se pasaban el día jugando al pingpong en el patio, como si no pasara nada. Yo no quería una muerte así, tan pronto. El SARS parecía implacable. Al principio tenía una mortalidad del 40%. En apenas tres o cuatro días la palmabas. Luego se estabilizó en un 10%. Casi no había internet y nos conectábamos como podíamos a los medios internacionales para saber qué sucedía en Pekín. Hacían falta ‘proxies’. La BBC nos salvaba la vida. Se desconocía cómo se contagiaba: de uno a 100, de uno a 200. Estábamos aterrorizados.

A los 15 días, salí a la calle. Ya no soportaba el miedo. Parecía el mismo guion de ciencia ficción que vivimos ahora en el resto del mundo. Como en La Amenaza de Andrómeda, temía abrir un baño público y encontrarme con un cadáver. Visité la Ciudad Prohibida por primera vez, que todavía estaba abierta porque las autoridades no sabían bien qué hacer. Fui con mi primer novio chino, que había conocido durante la epidemia en la cola del banco. Era otro rebelde, como yo, un compositor que acababa de regresar de California. Nos sentamos en el Patio de la Armonía Suprema a escuchar su música electrónica compartiendo los auriculares. Lo recuerdo como un momento sagrado en ese entorno que me parecía de plástico. El manido dragón que despierta. Solo estábamos él, yo y otros cuatro visitantes en la Ciudad Prohibida. Estos días ha estado así de vacía.

Mientras tanto, fuera, las ambulancias no paraban. Los rumores tampoco. El régimen estaba solucionando las cosas a su manera. Igual que había hecho con los infectados por el VIH en la década anterior. Primero con censura. Luego con aislamiento de sospechosos. Si tosías, podías terminar en la sala de los contagiados y morir. De manera que nadie quería acabar en un hospital. Me parecía espantoso que los chinos ignoraran casi todo sobre el virus. Muchos vecinos nunca regresaron. Pero también admiraba esa disciplina tan básica, heredada del comunismo y del confucionismo, con la que lo estaban frenando. Los chinos tienen una dignidad muy pragmática.

Nos reunieron en la oficina de dirección a los veinte extranjeros de la escuela de Arte de Qinghua, que entonces estaba frente al World Trade Center, para explicarnos en un inglés precario la situación y por qué nos encerraban: por el bien del país y por el bien de todos. Yo dije que quería irme, que en tanto que no era becada del Gobierno chino, como los demás, y había pagado con mi propio dinero la matrícula, exigía que me devolvieran la parte del semestre que quedaba. Que así era el capitalismo. Asintieron, aceptaron y me dejaron marchar. Fue mi primera confirmación tácita de que China ya no era comunista.

Como buena soldado rasa, lo primero que hice, después de la odisea de buscar apartamento, fue ofrecerme a los medios españoles para trabajar. Tras varias humillaciones gratuitas, acabé en la agencia española. El delegado de entonces llamaba fiambrera a la actualización de infectados y muertos que se colgaba a diario en el corcho de la oficina. Son asuntos internos que no se deberían contar fuera de la redacción, pero viene a colación porque los muertos eran chinos. Eran los otros.

Desde entonces y hasta 2013, contra todo pronóstico, quienes cubrimos China nos especializamos en asuntos muy internacionales y en muchos virus. En su momento y, según expertos de la OMS, una de esas zoonosis devendría en pandemia y pondría en jaque a la humanidad, porque ningún país tendría suficientes servicios médicos para afrontar un contagio masivo al unísono. Suena a ‘déjà vu’.

No recuerdo casi ninguna rueda de prensa en las diversas oleadas de SARS, gripe aviar (H5N1, 2005) y gripe porcina (H1N1, 2008) en las que un portavoz o un experto no mencionara esa probabilidad. Llegó un momento en que dejamos de creerlo. Después de tantos años, parecía una boutade más de la agencia de la ONU para justificar sus salarios. Publicábamos el número de muertos y de infectados, y si eran muy descabellados, incluíamos con prudencia datos comparativos con la gripe común. Aprendimos que el miedo se contagiaba más rápido que cualquier virus y me enojaba que se asociara periodismo con alarmismo.

La OMS nunca rectificó por haber creado alarmas tan prolongadas en el tiempo con menor letalidad que una gripe

Con la gripe aviar H5N1 se alcanzó el límite del surrealismo. Iba a ser la nueva peste. Se descubrió en 1959 y cuesta hallar datos de casos confirmados. La OMS hablaba de posibles millones de infectados y de un 60% de letalidad. Bueno, el 2008 fue un mal año, con un 75%: murieron 33 de los 44 infectados en todo el mundo. No se conocen contagios de humano a humano. En 2010, después de que el H1N1 dejara menos muertos que la gripe común, preguntábamos a la OMS cuál era el protocolo para determinar la alerta de pandemia global. Los criterios siguen porcentajes de muerte y contagio muy bajos, un poco por encima de la gripe común. Pero se aplica el principio de precaución ante la incertidumbre científica. Es decir, se ponen en marcha principios de protección sin esperar las pruebas sobre la verificación de riesgos. El problema de ese criterio es el cuento de Pedro y el lobo.

La OMS nunca rectificó por haber creado alarmas tan prolongadas en el tiempo con menor letalidad que una gripe. Las rectificaciones son muy buenas para la credibilidad de las instituciones y de las personas. Creo que con esta crisis vamos a ser más conscientes de que la información verídica y científica puede salvar vidas. Es una obligación y un derecho humano.

Periodista, en chino (‘jizhe’, 记者), está compuesto por dos ideogramas que se pueden traducir literalmente como “el profesional que recuerda”. No creo que la palabra provenga de una tradición periodística destacable en la civilización autoritaria más antigua del mundo, sino más bien por el oficio de escribano. Así que no sobra esta historiografía de alertas por pandemia global hilvanada con experiencias de corresponsal en Asia.

Desde hace unos días corretea por internet la charla TED de Bill Gates de 2015 en la que él también alerta sobre el virus. Alguien ha comentado en la tele que vaya genio. Gates es un multimillonario que da unos discursos aburridísimos. Y su fundación es uno de los principales donantes de la OMS. Merece la pena recordar que son varios los epidemiólogos que anunciaron la pandemia antes que él, entre ellos Peter Piot, que está dando muy buena información sobre el Covid-19; Dennis Carroll, uno de los protagonistas de la serie de Netflix ‘Pandemics’, filmada en 2019 y estrenada en enero, Larry Brilliant y Bruce Aylward, ambos asesores de la OMS, entre un grupo destacado de científicos. La probabilidad de esa pandemia vírica, similar a la gripe de 1918, se lleva anunciando, que se recuerde, desde finales de la década de 1990. No la descubrió Bill Gates, pero podríamos decir que ayudó a divulgarla.

Al salir de China, esa gran burbuja censora en la que se pierde contacto con el mundo, tras una década analizando y juzgando a su régimen, la represión y asfixia de su mínima oposición, la precariedad de sus derechos civiles —incluso tomando como referencia su propia Constitución—, me di cuenta de que el mundo se había sinizado, incluyendo las democracias occidentales.

En esa década, China se había convertido en la segunda potencia económica, mientras que Occidente y los organismos que se ocupan de los derechos humanos y civiles llevaban tiempo haciendo el ridículo. Lo hemos visto en los conflictos en Oriente Medio y en la crisis de los refugiados. Los occidentales somos motivo de mofa, descrédito e insulto en muchas regiones. Los representantes de Occidente y de la ONU visitan las revoluciones o los campos de refugiados, algunos calzados de Christian Louboutin, aleccionan sobre democracia y luego dejan a los muertos allí a su suerte. El virus no es una guerra, por mucho que los políticos quieran darle esa dimensión épica mientras ganan tiempo. Hasta febrero, el virus y sus muertos también sucedían lejos.

Fuera de nuestra torre de marfil la muerte es cotidiana. Es lo único que llega seguro, y casi nunca de forma digna, como esperamos en nuestro imaginario cinematográfico. Nos vamos solos, y en el mejor de los casos, con seres queridos alrededor. Vi morir a mi madre hace un año, con un buen respirador, en el Hospital de Bellvitge, en Barcelona, rodeada de dos de sus hijas y una hermana. No fue digno. Como la mayoría, mi madre no se quería morir. No puedo borrar de mi memoria sus últimos minutos. Murió como vivió, aterrorizada. El hospital ya entonces estaba desbordado con las gripes de invierno, echando mano de médicos en prácticas, tenía menos personal del que necesitaba y sus salarios eran precarios.

Ya nos habían preguntado dos veces que cuándo la desconectábamos, había que tomar una decisión porque estaban manteniéndola viva con recursos que otros necesitaban. Los recursos que se han recortado en los últimos diez años. Cada vez que lo pienso doy gracias de que no muriera con este coronavirus, sola, realmente sola, y sin respirador. Es como mueren estos días. Tengo amigos trabajando en hospitales. Me cuentan que los moribundos siempre llaman a alguien, a un ser querido, algunos piden un cura. Esas imágenes no las estamos viendo, porque son nuestros muertos.

Me di cuenta de que en Occidente vivíamos en una falsa seguridad cuando empecé a volver. Al principio raramente, ganaba tan poco que no podía pagarme el viaje desde Pekín a Barcelona. Pero ese verano de 2003 fue mi propia familia quien me lo impidió. Mi hermana mayor acababa de parir y temía que infectara a su hija con el SARS. Es otra versión de la distancia emocional. La ignorancia nos hace inmortales.

No importa cuántas veces anuncien una crisis, un terremoto en San Francisco o en Estambul, una guerra, o un virus. Parece que nunca va a suceder aquí. Es alarmante ver cuánto se ignora a la ciencia. He tenido la desgracia de nacer y vivir en países muy nacionalistas. Pero España es además un país muy provinciano. Siempre ha ignorado las alertas de colapso económico por su endeble estructura, tan dependiente del turismo y del ladrillo. Hace décadas que es necesario un acuerdo a largo plazo entre todos los partidos para corregir ese mal endémico. Y ahora los asesores y publicistas sacan algo de su chistera, con nomenclatura vintage, mientras llegan las mascarillas y los test. Ni con más de 17.000 muertos y la peor crisis desde 1929 se van a poner de acuerdo para lograrlo.

Durante décadas, las crisis han sido mi normalidad cotidiana, y la de mi entorno. Por eso puedo justificar por qué cuando empezaron a llegar las noticias del coronavirus desde Wuhan mi única obsesión era hacer reglas de tres para comprobar si los porcentajes de contagio y de letalidad superaban los de la gripe. El problema es que no llegaba toda la información. Hasta que se supo que el índice de contagios era exponencial, aunque inferior al SARS, y muchos de los transmisores eran asintomáticos. Ya en febrero estaba claro que iba a colapsar la sanidad de cualquier país, como estaba sucediendo en China.

¿Leían nuestros políticos esos datos? ¿Por qué a pesar de tener toda la información que venía de Wuhan casi ningún gobierno ha reaccionado a tiempo? Creo que ningún fin del mundo ha sido más anunciado que este, junto con la destrucción del planeta por el calentamiento global y la crisis económica por la desigualdad y desempleo (disrupción tecnológica es su eufemismo), a donde ya habíamos llegando estos días.

Incluso los chinos se habían olvidado de sus propios virus. La falta de memoria parece imprescindible para la felicidad. Resulta muy difícil explicar que tras sufrir el SARS y las otras zoonosis, puras bombas de relojería en el país más poblado del mundo, Pekín siga permitiendo los mercados de animales salvajes donde se venden civetas o pangolines para consumo humano, sin mencionar los desvaríos de la medicina tradicional china. Puede sonar políticamente incorrecto, pero es una realidad.

La ONU advirtió a China en muchas ocasiones que cerrara esos mercados. Pero con su emergencia económica y la retirada de Estados Unidos de su liderazgo internacional, Pekín se ha convertido en uno de los principales donantes del organismo. Y sus líderes pueden ser muy irresponsables cuando tienen que presumir de cultura milenaria. Una de las historias más ridículas que cubrí en mis últimos años en Pekín fue un restaurante, cerca de nuestra redacción, donde iban los miembros del Partido Comunista de China a comer penes de animales salvajes, entonces eran populares los de osos y serpientes. Podía filmar los platos, pero no a los comensales. Inventar el bulo de que los estadounidenses han inoculado el virus en su territorio es pueril.

La lentitud por bandera

En Occidente nos hemos sentido superiores por tener un sistema del bienestar y unos derechos civiles y sociales por los que lucharon nuestros abuelos, esos que tras mantenernos con su pensión mueren ahora hacinados en los geriátricos. Unos derechos que han permitido que llegaran al poder seres irresponsables, que se han aprovechado de ese mismo sistema y lo han aniquilado.

El tener derecho a un sistema médico universal y a una vejez digna no es cosa de izquierdas o derechas, es un derecho humano. Un derecho protegido por la Constitución que todas las facciones políticas aceptaron en su momento. Lo mismo se podría aplicar al resto de derechos humanos que hemos ido perdiendo en el mundo que había fuera y dentro de China. El virus ha llegado por uno de esos flancos.

Por si no lo saben, en China la sanidad no es gratuita. Sabíamos que el fin del mundo iba a llegar por el fracaso de lo mejor que ha producido el ser humano. Estoy recordando unas palabras de Tim O’Reilly, el gurú de Silicon Valley, sobre la disrupción tecnológica: no sobrevivirá el más inteligente o el más trabajador, sino el que se adapte más rápidamente al cambio. No veo rapidez en este lado del mundo. Nuestros gobiernos son lentos. Y mientras el virus ya está llegando al hemisferio sur y a los campos de refugiados. Desde esa perspectiva, vuelvan a mirar sus selfis de paella de confinamiento de lujo en terraza soleada.

Analistas benévolos dicen que prever el pasado es fácil. Cierto. Se trata de un nuevo virus mutante, deberíamos ser compresivos y aplaudir el fin del mundo a las ocho de la noche. Tener paciencia con nuestros pobres políticos bien pagados, sobrepasados por la situación. Ya la tenemos. Pero nunca ninguna amenaza global fue tan anunciada como este virus. Cierto es que deberíamos centrarnos en buscar soluciones más que culpables. Pero hay que reconocer errores para recuperar la credibilidad. Por desgracia, como dice Yuval Noah Harari, nuestros políticos siguen enfrentándose a problemas globales con soluciones locales.

Temo un final berlanguiano para este guion. Imagino que tras un discurso grandilocuente algún político recurrirá a aquel chiste de la época de Felipe González en el que sus líderes coetáneos tienen que anunciar el fin del mundo, y cuando le llega el turno a él, dice: tengo una buena y una mala noticia que dar. La buena es que el paro se va a acabar. Temo que si no se logra una solución madura, nuestros políticos anuncien que el problema de las pensiones ya se ha acabado.

 

 

FUENTE: ELCONFIDENCIAL