XOSÉ LUÍS BARREIRO RIVAS
Un periódico sirve para muchas cosas, entre las que hay dos muy socorridas: leerlo, cosa que algunos siguen haciendo, o envolver la merluza rebozada, opción que ahora parece ceder ante el empuje del papel de aluminio. También es evidente que, cuando un ciudadano compra su periódico, es muy dueño de elegir el destino que le da al papel que acaba de adquirir. Pero, más allá de esa libertad, que, como diría un tertuliano de Madrid, «yo respeto», me permitirán decir que comprar un periódico para leerlo es una acción mucho más coherente e inteligente que adquirir ese mismo ejemplar para envolver la empanada o tirar las hojas al suelo recién fregado para evitar las huellas de los zapatos.
A la democracia, querido lector, le pasa lo mismo. Puede servir para escoger a quien ha de gobernarnos y librarnos de nuestras cuitas y problemas, que parece su objetivo primordial y más útil, pero también puede servir para castigar y aherrojar del sillón a quien nos gobernó, para convertir el Parlamento en un guirigay ingobernable, o para escenificar la idea de que los ciudadanos hacemos con nuestro voto lo que nos da la real gana. Y también en este caso podemos decir que, más allá de esas libertades -que «yo respeto», como los de Madrid-, resulta del género idiota apartarse del objetivo principal -elegir a quien pueda gobernarnos y mantener el orden social y económico-, y usar la democracia para debilitar los gobiernos, convertir el Parlamento en un circo de equilibristas y payasos, o vengarse del sistema contra viento y marea, pensando más en lo que liquidamos que en lo que debemos construir.
El más elemental realismo me obliga a reconocer que, en la sociedad de la comunicación que nos ha tocado vivir -terreno muy abonado para la simpleza, la mentira, los populismos y las imbecilidades de destrucción masiva-, está de moda usar la democracia -y más concretamente el voto- para protestar, mostrar nuestra radical indignación por las tropelías sufridas, trasladarle la culpa de todo a los políticos, e impedir, usando el parlamento como herramienta de combate, que los gobiernos -considerados como núcleo generador de recortes, desigualdades, rescates y todos los grandes males- puedan gobernar. Y es por eso, y no por culpa de los dioses o de los demonios, por lo que Europa y medio mundo andan bordeando los abismos del caos y la crisis política con la misma alegría con la que contemplamos el salto mortal -hecho sin red- cuando vamos al circo. De crear gobiernos buenos, fuertes y estables nadie se preocupa ya, porque estamos convencidos de que la regeneración va a venir por el caos, y que es mucho más importante desterrar al malvado que instalar en su sillón al buen gobernante.
Pero el mundo está lleno de ejemplos que prueban fehacientemente que usar el periódico para envolver el pescado o el voto para desmontar o bloquear el sistema es un grave error, corregible primero, e irreversible después. Aunque también sabemos, por desgracia, que nadie aprendió jamás en cabeza ajena.