Hubo una época en la que la Comunidad de Madrid tuvo un punto ciego. Una parte invisible al ciudadano común donde se tramaba y conspiraba. Lo que resultaba de aquellas acuerdos secretos afectaba al agua que salía del grifo, la construcción de un colegio, la luz de una farola, un acto para jubilados en un barrio obrero. La corrupción se hallaba tras las formas más elementales de la vida cotidiana de la gente.
Los grandes casos de corrupción (Gürtel, Púnica, Lezo, Espías y Ciudad de la Justicia) que han afectado al Gobierno regional del Partido Popular, que concentró todo el poder sin discusión, comienzan ahora a tomar cuerpo en los juzgados; algunos casi diez años después de que empezaran su instrucción. La segunda fase del caso Gürtel, que investigación la trama entre 2005 y 2009, sigue abierta y pendiente de juicio. Los casos Lezo y Púnica, que continúan también en desarrollo, han enviado a prisión a dos figuras clave de la época: los exconsejeros Francisco Granados e Ignacio González, este último también presidente casi tres años después de la renuncia de Esperanza Aguirre en 2012.
Mientras, el caso de los espías —una red de espionaje ilegal contra rivales políticos del propio partido y sufragada con dinero público— tiene ya fecha de juicio: el 4 de febrero del año que viene. Y la Audiencia Nacional activó, hace dos semanas, la investigación del proyecto Ciudad de la Justicia, que pretendía unificar las sedes judiciales de toda la Comunidad de Madrid. Los casos se solapan.
«En esos años se formó la tormenta perfecta», dice José Luis Peñas, concejal del PP que puso en manos de la fiscalía Anticorrupción 80 horas de conversaciones de los cabecillas de la trama Gürtel; pruebas que originaron muchas de las denuncias que vendrían después. «Había un partido [el PP] con un poder monolítico. Lo controlaba todo, incluida una parte de la justicia. Ahora hay muchas causas, pero entonces no se investigó tanto. Se conocen ahora, 15 o 17 años después. Pero entonces no. Se vivió en un ambiente de impunidad», narra Peñas al teléfono.
El dinero fluía. La liberalización del suelo de 1998, durante el Gobierno de José María Aznar, —entre otros factores de relevancia— impulsó la construcción a cotas desconocidas hasta el momento. Fueron los años dorados de la especulación: lo que se compraba se vendía por el doble poco tiempo después. «Había mucho dinero. Mucha facilidad de acción. Y muchos políticos dispuestos a dejarse corromper. Fueron años muy negros. Siempre habrá gente a la que le tiente meter la mano en la caja, pero tanto como entonces, es difícil. El control que hay ahora, el mayor reparto el poder… impiden que vuelva a repetirse», añade.
Las grandes figuras políticas de esos años han desaparecido del tablero. La presidenta Esperanza Aguirre, que ejerció entre 2003-2012 —y que también fue presidenciable para el Gobierno de España dado el tirón y la imagen pública tan potente que proyectaba— tuvo que dimitir acosada por los casos de corrupción de su gente de confianza hasta en tres ocasiones. Primero como presidenta regional; luego como máxima dirigente regional del partido; y, finalmente, como portavoz y concejal del Ayuntamiento de Madrid. Fue en esta última ocasión, en 2017, cuando pronunció esta frase: «No vigilé todo lo que debía a Ignacio González». Aguirre no ha estado imputada en ninguna de las causas que han acabado con la carrera de sus colaboradores más cercanos.
En ese círculo íntimo se encontraba González, acusado por la compra de sociedades en Latinoamérica por parte del Canal de Isabel II. Al igual que a un exconsejero del periódico La Razón, se le acusa del cobro de mordidas por seis millones de euros. La extensión de esa investigación resultó en la imputación del exalcalde de Madrid Alberto Ruiz-Gallardón y todo su equipo de Gobierno en un caso aparte que se sigue instruyendo. La caída en desgracia de González, sospechoso de múltiples corruptelas, vino precedida de la de Granados, compañero de partido con el que competía por ganarse los favores de Aguirre. Granados, que estuvo en prisión durante dos años y medio, se ha visto atrapado en Púnica, un caso sustentado en el pago de mordidas a cambio de contratos públicos y la adjudicación irregular de parcelas para colegios.
El tercer hombre de confianza de Aguirre era Alberto López Viejo, condenado a 31 años de prisión por el caso Gürtel. Era el alma de la organización de eventos del PP en Madrid. Un tipo al que todos querían conocer. Hoy, la simple mención de su nombre incomoda a sus excompañeros de partido.
¿Cuando se pudrió todo? Hay quien dice que tras el Tamayazo, como se conoce a uno de los episodios más sórdidos de la historia de la política madrileña e incluso de la de España. En el verano de 2003, dos parlamentarios del PSOE —Eduardo Tamayo y María Teresa Sáez— se ausentaron del pleno de la Asamblea en el que iba a ser elegido presidente el socialista Rafael Simancas. Sin los votos de esos dos miembros de su partido —acusados después de tránsfugas a cambio de algún beneficio económico—, Simancas no pudo hacerse con la presidencia. Las elecciones tuvieron que repetirse; en esa segunda ocasión resultó elegida Esperanza Aguirre.
«Es el comienzo de una época marcada por las corruptelas y el saqueo de lo público en Madrid. Ahí comenzó todo en buena medida. Si pudieron robar un gobierno, ¿por qué no trampear unas adjudicaciones públicas o practicar la mordida permanente en la administración? ¿Por qué no esconder un millón de euros en el altillo del dormitorio del suegro (en referencia a Francisco Granados)?», reflexiona Simancas al otro lado del teléfono. A su modo de ver, se impuso una forma de hacer política: la especulación como práctica habitual. «Fundamentalmente en todo lo que tiene que ver con la vivienda. Empezaron con el suelo y cuando se acabó empezaron con la privatización de la sanidad, los conciertos educativos, las comisiones en obras públicas», añade.
Los fantasmas de lo que pudo haber sido y no fue acuden recurrentemente a Simancas. Hace dos semanas, estuvo frente a José María Aznar, presidente del Gobierno y del PP ese verano de 2003. Fue en la comparecencia de este en el Congreso por la investigación sobre la supuesta financiación ilegal de su partido. Le interrogó por aquel episodio. Aznar no quiso responder. Simancas está convencido de que «tarde o temprano» se sabrá la verdad de lo ocurrido.
El saqueo se produjo en todos los rincones. Veinticinco años atrás, ante un mapa, Jesús Arribas señaló un pueblo al azar. El destino quiso que su dedo se posara sobre El Álamo. Le hizo gracia pensar que se iría a vivir al fuerte que resistió durante días las embestidas del bravo ejército mexicano. En cierto modo fue algo premonitorio, una referencia oculta que le alertaba de lo que viviría en ese pueblecito al que se mudó con su esposa y una hija. Otra nació allí.
Al tiempo de instalarse se enroló en política y acabó siendo alcalde, de 2007 a 2010. En plena época dorada de la política madrileña. Duró en el puesto hasta tuvo que dimitir a petición de sus propios compañeros. La caída le trastocó. No se pudo quedar callado y denunció algunas de las prácticas ilegales que se cometían en el Ayuntamiento. «Fue horrible. Sufrimos un trato vejatorio mi familia y yo. Se le pidió a los vecinos que nos dejaran de hablar. Una persecución en toda regla», cuenta por teléfono.
Cuando hizo pública la denuncia en la que alertaba de irregularidades urbanísticas y mordidas para conceder licencias de taxis -este caso acabó en la fiscalía y el concejal fue finalmente sentenciado con multa, inhabilitación y cárcel- trabajaba como ingeniero técnico de comunicaciones en Arproma, una empresa pública de la Comunidad de Madrid. Ese mismo día fue despedido. De la noche a la mañana pasó de ser el señor alcalde a un proscrito, al que la gente no quería saludar por la calle. Lo que ocurría en ese rincón era un calco de lo que sucedió en otros muchos lugares. Solo que aquí alguien se atrevió a dar un paso al frente y lo contó.