La política, según la práctica contemporánea, ya no es cuestión de coherencia ni de principios. Es la consecuencia de las circunstancias. Esto explica que los líderes políticos cambien de opinión y proclamen un día una cosa y, al siguiente, defiendan la contraria sin empacho. Al cabo, muestra que tener ideas resulta un estorbo, cuando no una anomalía. El verdadero juego del poder obliga a seguir las rigurosas leyes de la realpolitik, afortunada denominación de Otto Von Bismarck que no es sino la versión diplomática del pragmatismo de Maquiavelo, practicado –en tiempos y espacios distintos– por personajes como Richelieu, el Conde Duque de Olivares o Deng Xiaoping, que sintetizó esta certeza con la famosa imagen del gato que, con independencia de su color, debe su existencia al hecho de cazar razones.

Este fenómeno es perceptible en el episodio de la investidura de Sánchez I, el Insomne, que ha pasado de forzar la repetición electoral de noviembre –con la que aspiraba a obtener mayor respaldo popular– a pactar con Podemos y negociar con ERC. Un ejemplo que se convierte en universal: la conquista (o la permanencia) en el poder, cuando no depende de la propia voluntad, sacrifica cualquier idea. Sobre todo, las auténticas. Es el caso de Cs en Andalucía. Los últimos comicios de noviembre fueron el Apocalipsis. La organización que (todavía) lidera Juan Marín, vicepresidente de la Junta, perdió 467.288 votos en sólo siete meses. En abril se había convertido en la segunda fuerza política del Sur, por delante del PP de Moreno Bonilla. En otoño sus once diputados en el Congreso se habían reducido a tres.

Obviamente, estos datos cobran sentido dentro de la crisis general que ha destrozado las expectativas de Cs, que después de ganar las últimas elecciones en Catalunya inició un viaje hacia la derecha que terminó con la dimisión de Rivera. El contexto, sin embargo, no es la única causa de un hundimiento que hace peligrar la supervivencia del partido naranja. Existe un factor que hace más asombrosa la debacle: Cs gobierna desde hace un año en Andalucía gracias al PP y con el apoyo externo de Vox. Los resortes institucionales nunca son infalibles, pero suelen garantizar un suelo electoral mínimo. No ha sido el caso de Cs en el Sur: controlar el 50% de la Junta no evitó el desastre. Más bien lo puso de manifiesto con mayor vehemencia si tenemos en cuenta que, de no haber sido por la decisión de los naranjas de cambiar de socios en Andalucía –Susana Díaz fue investida por última vez presidenta con sus votos–, nunca se hubiera producido la alternancia en el Quirinale de San Telmo.

Que el partido que ha hecho que el gobierno andaluz haya cambiado de manos sea irrelevante en tan corto periodo de tiempo explica la incapacidad de Cs para articular un discurso en Andalucía

Que el partido que, junto a Vox, ha hecho que el gobierno regional haya cambiado de manos sea irrelevante en tan corto periodo de tiempo explica la incapacidad de Cs para articular un discurso en Andalucía. También es la razón de que los naranjas sean quienes menos rédito le están sacando a la cohabitación con el PP y los ultramontanos. La debilidad de Cs en Andalucía tiene una traducción directa en su influencia en España. El tramo de bajada de la montaña rusa comenzó antes de las segundas generales. Desde la constitución del bipartito (PP-Cs), el papel del partido naranja nunca dejó de ser ambivalente: primero, negaba el pacto con Vox; después, mientras el PP creaba su estructura dentro de la Junta, Marín permitía seguir en sus áreas de gobierno a altos cargos y personal de confianza de la etapa socialista por falta de banquillo o por una ingenuidad infinita que ha terminado pasándole factura.

Mientras en la cámara autonómica los naranjas viraban sus mensajes –las agresivas críticas de sus representantes en contra del PSOE no se corresponden con sus decisiones institucionales– los errores cometidos al repartirse el poder con el PP les han convertido, desde el principio, en actores secundarios dentro del Ejecutivo. Los problemas internos no tardaron en llegar: Juan Marín ha demostrado escasa eficacia a la hora de organizar equipos y ejercer, más allá de lo testimonial, como vicepresidente. Sus reflexiones no provocan excesivo interés porque son meras réplicas de las que previamente el PP manifiesta todos los días a través del número tres del gobierno, Elías Bendodo, consejero de Presidencia y valido de Moreno Bonilla.

La calamitosa situación electoral de Cs es una bomba de relojería cuyo dispositivo puede que no se active de inmediato, pero lo hará –con total seguridad– dentro de tres años: si los naranjas no se recuperan, la posibilidad de reeditar el pacto de las derechas en Andalucía corre riesgo. Marín no tiene previsto hacer cambios ni en el ámbito institucional ni en el orgánico para revertir esta situación. El vicepresidente de la Junta da por hecho que seguirá en política ocho años más y cree que la coalición con el PP perdurará en el tiempo. El problema es que tal predicción no depende de su voluntad, sino de los electores (que les han vuelto la espalda) y de las circunstancias. Ahora no son nada prometedoras. La crisis interna provocada por la dimisión de Rivera ha generado las primeras disputas en el seno del partido en Andalucía, donde Marín ejerce un poder (relativo) que se enfrenta a sus primeros adversarios potenciales. La competencia interna aumenta a medida que la zozobra externa se hace más evidente.

El reformismo que abanderaban los naranjas, en el año de legislatura transcurrido, no se ve por ningún sitio. Tampoco se le espera, la verdad. Para disimularlo, Marín ha decidido abrazar con la fe de los conversos, y tras doce meses de atonía política, la campaña impulsada por PP a cuenta de la guerra de la financiación autonómica. Algo insólito si recordamos que el único partido que durante la pasada legislatura se descolgó del acuerdo parlamentario que exige a la Moncloa más fondos fue la fuerza naranja. En sólo doce meses Cs ha pasado de situarse al margen a coger la bandera blanca y verde para, con la misma demagogia de los socialistas, intentar rentabilizar a su favor el sentimiento autonomista que pudiera quedar vivo en Andalucía. Es una forma singular de buscar la supervivencia.