Pablo Casado, el recién elegido presidente del PP y candidato en las próximas elecciones generales, tiene 37 años. Albert Rivera tiene 39. Pablo Iglesias, 40. El mayor de los líderes de los partidos de ámbito nacional es Pedro Sánchez, que tiene 46. Ninguno de ellos tenía edad suficiente para votar cuando se aprobó la Constitución —dos, ni siquiera habían nacido. Parece evidente que, igual que ocurrió en los años de la Transición, se ha producido un significativo cambio generacional, que bien puede completarse añadiendo al Jefe del Estado, Felipe de Borbón, que este año cumplió 50.
En sí mismo esto no es ni bueno ni malo, pero sí tiene importancia, porque tiene y tendrá consecuencias en la forma de entender la historia reciente y en el ánimo para afrontar los problemas políticos en curso. A fin de cuentas la Transición, la Constitución, la incorporación de España a la Unión Europea y la OTAN, la caída del muro de Berlín, el desconcierto de la socialdemocracia, la globalización neoliberal imperante y un largo etcétera son para ellos realidades ya encontradas, ya ocurridas, un antes que forma parte del paisaje heredado y ajeno, como para tres cuartos de la población española actual.
Casado vuelve a los principios sin complejos de la dura derecha aznarista. Rivera apela a los principios patrios del nacionalismo españolista. Iglesias reivindica, si no la lucha, sí la resistencia de las clases populares. Sánchez apuesta por la vuelta a los principios de la socialdemocracia de izquierdas. Pero en los cuatro hay un cierto adanismo —probablemente inevitable en todo comienzo—, un sentimiento íntimo de estar haciendo o de querer hacer algo nuevo.
“El tiempo pasa, nos vamos poniendo viejos” —cantaba Pablo Milanés— y bien puede ser este el pistoletazo de salida de ese tiempo que, siendo aún nuestro —de ese superviviente 25% que pudimos votar la Constitución—, va siendo cada vez más de otros. Su mundo y el nuestro son el mismo mundo, pero inevitablemente ellos lo ven con otros ojos.