La sociedad catalana lleva muy mal la autopercepción de que se ha convertido en abrupta, fracturada y bronca. Y, sin embargo, el proceso secesionista la ha transformado en la más tensionada de España. Que todo un profesor de universidad se permita insultar a Miquel Iceta en una red social –“ser repugnante”- con metáforas que aluden a su libérrima opción sexual, recuerda a las imprecaciones que en el mismo sentido sufrió el exconsejero Santi Vila, el “traidor” oficial del proceso soberanista. No se trata sólo del insulto o la descalificación, sino de la energía hostil que estos tuits, antes con Vila y ahora con Iceta, hacen fluir sobre la gente que los consume. Denominar a un político –sea Iceta o cualquier otro- como “ser repugnante” aludiendo a su privacidad resulta especialmente alarmante en un contexto en el que desde los líderes independentistas vuelan las descalificaciones de distinto orden pero con igual intención políticamente aniquiladora.
A los dirigentes separatistas no se les caen de la boca dos palabras: “fascista” y “franquista”. Ya sólo falta que se generalice la de “maricón”. En palabras de Eduardo Mendoza, en Cataluña “hay una industria del franquismo y del victimismo poco ética” y reiterando lo que ya constataba Antonio Muñoz Molina en su artículo titulado ‘En Francoland’ (‘EPS’ del pasado 14 de octubre), el escritor barcelonés, premio Cervantes, escribe (“¿Qué está pasando en Cataluña?”) que “en el extranjero muchos consideran que todo cuanto ocurre tiene sus orígenes en la Guerra Civil y los largos años de dictadura que le siguieron”. Una semejanza –entre lo que ocurrió y lo que ocurre- que a Mendoza le parece una “aberración”. No obstante, determinada prensa anglosajona, compra a los independentistas este retrato tenebrista de una España “fascista” y resabiada de franquismos políticos.
El supuesto fascismo y el franquismo residual de España forman parte del relato separatista que ha sido bien comercializado por el independentismo
El afamado Simon Kuper, columnista de ‘The Financial Times’, preguntado en la revista ‘Letras Libres’ (diciembre 2017) sobre cómo es vista la democracia española “joven y débil, incapaz de desprenderse del franquismo”, contesta: “Ha habido siempre una condescendenciamuy fuerte. Estaba la idea de que algún día serían (los españoles) como nosotros (…) y yo también siento vergüenza. Cuando alguien como Jon Lee Anderson critica la democracia española, se le puede preguntar ¿y, qué hay de Estados Unidos? Es una democracia mucho más antigua que la española, pero ahora quizás me fío más de la española”.
El supuesto fascismo y el franquismo residual de nuestro Estado forman parte del relato separatista que ha sido bien comercializado por el independentismo que se adorna con su carácter “amable”, “democrático”, “pacífico” y “festivo” y reduce a anécdotas episodios como el que ha sufrido Iceta o Vila y encaja a los corresponsales extranjeros tópicos de fácil digestión a los que ha contestado con contundencia no sólo Muñoz Molina y Eduardo Mendoza, sino también Javier Marías que lo ha hecho en unos términos rotundos.
Escribe el autor de ‘Berta Isla’: “La obtusa interpretación del conflicto catalán hecha por editoriales del ‘New York Times’ y el ‘Washington Post’, el ‘Guardian’ y el ‘Times’, carece de la importancia que habría tenido hace sólo dos años y no debería llevarnos a la compunción ni al sonrojo”. Y añade: “Que estos diarios (…) no sepan detectar que el Govern de Puigdemont y Junqueras ha encabezado un golpe retrógrado y decimonónico, antidemocrático, insolidario, totalitario, a la vez elitista y aldeano, y tan denodadamente embustero como el de los ‘brexiteros’ y los ‘trumpistas’, no hace sino confirmar que los países a los que pertenecen están embotados y han dejado de contar intelectualmente, ojala que por poco tiempo”.
Para Marías, las voces inteligentes anglosajonas están, dice, “en retirada, avasalladas y desconcertadas por la rebelión de los tontos y su toma del poder”, con lo cual, poco habría que añadir tratándose nuestro autor de un escritor de amplios conocimientos internacionales y no menor sentido crítico contra estos y aquellos. Y resulta cierto ese “avasallamiento” de las voces inteligentes de la prensa internacionalque, por un lado, adquiere la mercancía averiada de los secesionistas y hace oídos sordos a episodios como el de Iceta, la xenofobia de Núria de Gispert que invita a Inés Arrimadas a irse de Cataluña y volver a Cádiz, o calla las pésimas compañías –esas si, fascistas y neonazis- de los independentistas en Flandes en donde se acoge a Puigdemont con calidez y amistad.
En definitiva, que muchas variables de la dinámica política y social en Cataluña determinan un deterioro acelerado de su convivencia, una enorme fractura y la pérdida de los intangibles en una sociedad que siempre fue vanguardista, que hace de las formas un auténtico culto y de la educación un rito. Y, sobre todo, que encarnó la tolerancia que tanto españoles como millones de catalanes echamos ahora de menos en aquellas tierras.