Sólo a quienes comparten con Rajoy la máxima de que las cosas se arreglan siempre por sí solas se les escapa que España se encuentra ante una situación límite, que los pilares que la sostienen están completamente agrietados y que toda su estructura amenaza con un inminente derrumbe. El chantaje secesionista catalán hace ya mucho tiempo que dejó de ser una amenaza para convertirse en la auténtica aluminosis que, de no actuar de manera inmediata, hará que España -tal y como ahora la concebimos-acabe convertida en escombros – .

                                                                                                                                                                                                             Estos males no han surgido ahora por generación espontánea sino que vienen de la redacción de la Constitución del 78, una Constitución que el pensamiento único dominante nos ha hecho creer que era algo así como la Tabla de los 10 Mandamientos, algo maravilloso y sagrado que todos debíamos venerar. Y es todo lo contrario.

 

La Constitución del 78 es la madre de todos los males, el foco de infección que ha ido invadiendo a la nación hasta conducirla a la actual situación de metástasis. Los padres de la Constitución inventaron aquel café para todos para satisfacer las caprichosas aspiraciones de lo que denominaron nacionalidades históricas, entendiendo por historia exclusivamente el periodo anterior al alzamiento militar del general Franco.

 

Así las cosas, por ejemplo, se consideró nacionalidad histórica al País Vasco, nos machacaron con aquello del conflicto vasco, un engendro inventado a finales del siglo XIX por el canalla Sabino Arana en el territorio de las Vascongadas, frente a los méritos navarros cuyo reinado (este sí verdaderamente histórico) se remonta al año 824.

 

De igual modo Andalucía se convirtió en nacionalidad histórica por los méritos contraídos durante la Segunda República, elevando al pederasta Blas Infante a la categoría de padre de la patria andaluza, mientras se ignoraba la historia de Aragón cuyo reinado se remonta mil años atrás. Se sacaron comunidades autónomas de debajo de la manga, Madrid y sus derechos históricos como pueblo independiente, o Cantabria, por lo que Castilla (según lo visto y lo legislado por los constituyentes) ¡nunca debió haber tenido salida al mar!

 

La Constitución del 78, más que unir a los españoles los enfrentó generando territorios de primera y de segunda, originando discriminaciones flagrantes entre ciudadanos de una misma nación y dando origen a una confrontación, tácita o explícita, entre los ciudadanos de unos territorios y los de otros.

 

Para colmo de despropósitos, y en ese aberrante Estado de las Autonomías, se cedió a cada comunidad las competencias en materia de educación, lo que ha posibilitado la creación de generaciones instruidas en el odio a España y en la mentira sistemática. En Cataluña las escuelas imparten auténticos lavados de cerebros que hacen creer a los niños (que después se convierten en adultos, y que votan…) que el primer hombre no se llamó Adán sino Jordi, que la primera mujer no era Eva sino Montserrat y que el paraíso estaba en Vilanova i la Geltrú. Y en las Vascongadas, donde ya son muchas las generaciones educadas en unas ikastolas empeñadas en adoctrinar sus falsedades: el australopiteco tenía RH vascuence y lo que descubrió Colón, que el creyó las Indias, fue, en verdad, una extensión de Iparralde…
                                                                                                                                                                                                                     A la manipulación y tergiversación de la historia, la Constitución del 78 le otorgó carta de naturaleza; se utilizaron las diferentes lenguas como hechos diferenciales, como si aquellos territorios que carecen de lengua diferente al español no tuvieran particularidades de las que enorgullecerse. Yo soy valenciano, y valencianoparlante, y he tenido que tragar una paulatina y constante catalanización de mi idioma con el beneplácito, tanto del Partido Popular, como del PSOE. La mentira, reiterada hasta la saciedad acaba por convertirse en verdad y hoy la mayoría de españoles dan por bueno que el valenciano es un dialecto del catalán, cuando la historia (la historia de verdad, no la inventada por políticos miserables), demuestra que el Reino de Valencia existía cuando más allá de la frontera del Ebro lo único que habían era cuatro masías dispersas. Parecen cómicos mis argumentos pero, desgraciadamente, no lo son. Se trata de la trágica fotografía de la España de hoy y de cómo y por qué hemos llegado hasta aquí.

 

De ese café para todos, de las prisas por diseñar un marco autonómico que fuera consensuado por todas las fuerzas políticas de la Transición y del poder ejercido por un importante lobby empresarial de la ciudad de Murcia, nació la Comunidad Autónoma de la Región de Murcia, un territorio que, a día de hoy -según diferentes encuestas realizadas- es el de menor sentimiento de arraigo regional de todas las comunidades de España. Por algo será: acaso porque las cosas se hicieron mal y con prisas, porque se legisló en contra de la historia, de la verdad y de la justicia y, sobre todo, porque los constituyentes despreciaron el sentimiento y la voluntad de los ciudadanos. Y es que hay cosas que no pueden legislarse, lo mismo que hay cuestiones que no pueden someterse a votación.

 

Y este argumento me sirve para desmontar todo paralelismo entre el noble y justo sentimiento cartagenerista y el bastardo chantaje independentista catalán.

 

Algunos catalanes (bastantes catalanes), mientras disfrutaban y disfrutan de las mejores infraestructuras de la nación, durante varias generaciones fueron maleducados en unas escuelas que les inculcaron una historia inventada o tergiversada, engañados con su hecho diferencial que abarca desde el «pa amb tomaca» hasta el «día del llibre i la rosa», instruidos hasta el adoctrinamiento por unos medios de comunicación sectarios de titularidad pública y manipulados por unos gobernantes corruptos e indecentes, se creen –en aras a la democracia- con el derecho a decidir sobre su continuidad en el proyecto nacional español.

 

Y no hay nada sobre lo que tengan derecho a decidir porque, frente al supremo valor del liberalismo del sufragio universal se impone el derecho natural, la verdad, la justicia y el sentido común. Nadie puede decidir con su voto si es de día o de noche, si es invierno o verano. Como nadie, con una papeleta, puede decidir sobre si Dios existe o no. Porque existen verdades trascendentes. Porque por muy poco políticamente correcto que sea manifestarlo (salvo para irritadas exhibidoras de senos tatuados con las letras FEMEN y otros respetabilísimos colectivos defensores de diferentes opciones sexuales, homosexuales, bisexuales, lesbianas, transexuales y medio pensionistas) un varón tiene pene y una hembra tiene vagina, sin necesidad de manifestarlo a través de autobuses propangandísticos y así seguirá siendo por lo siglos de los siglos amén, por mucho que la cuestión se sometiera a plebiscito y la mitad más uno de los votantes manifestaran lo contrario. El separatismo catalán se ha ido forjando a base de consignas sembradoras de odio, ¡España nos roba! que, lejos de combatir por falsas, sucesivos gobiernos de España han intentado ensordecer a base de inyectar miles y miles de millones de euros en las arcas catalanas.

 


Algunos cartageneros (muchísimos cartageneros), que padecían y padecen de unas infraestructuras tercermundistas, con una historia trimilenaria que han tenido que ir contando de padres a hijos porque en las escuelas no se estudia, con un pasado glorioso y ciertamente diferencial que abarca desde mastienos hasta andalusíes pasando por fenicios, griegos, cartagineses, romanos, bizantinos y visigodos, sin voz ninguna en medios públicos de comunicación e incluso marginados por la televisión autonómica murciana, con unos políticos también corruptos que además de llevárselos crudos por la cara han desoído las necesidades y el sentir de la ciudadanía, han tenido que organizarse en multitud de plataformas cívicas con las que defenderse del olvido institucional y, curiosamente, han ido aumentando en amor a España y en patriotismo fecundo.

 

Decir que Cartagena es, con toda probabilidad, la ciudad más españolista de todas las capitales de la vieja piel de toro no es sino una obviedad. Seguro que habrá quien argumente que eso es porque al haber tanto personal militar los matrimonios entre civiles y militares son números. Pues muy bien. Si es por eso me parece estupendo, no será este articulista quien mantenga reservas estéticas a la hora de manifestar su orgullo por las Fuerzas Armadas. Lo que sí puedo dar fe es de que en ningún otro lugar he visto tantas banderas españolas en balcones y ventanas de edificios civiles. Lo que sí puedo sostener es que todo discurso cartagenerista que he escuchado (y a la hora de escribir este tercer artículo les aseguro que ya me he visto absolutamente todo lo habido y por haber en Internet) sólo he percibido muestras de amor a España, de defensa a ultranza de su españolidad y de continuas referencias históricas al españolismo de Cartagena. Porque ese sentir abrumadoramente mayoritario de los cartageneros, que seguro ganaría en votación de manera aplastante, no he escuchado ni una sola petición de referéndum. Porque como muy bien saben los cartageneros si se es se es y no hace falta que nadie te lo conceda en unas urnas.

 

Los cartageneros no es que no se sientan murcianos, es que no lo son. Y no hay discusión que valga. No lo son, por mucho que lo diga la legislación vigente y seguirían sin serlo por mucho que lo avalara un referéndum que no piden (y que además ganarían arrasando). Porque como decía José Antonio, la verdad es verdad aunque consiga cien votos y la injusticia es injusticia aunque consiga cien millones de votos.

 

El cartagenerismo, como manifestación política y social del amor por Cartagena, ha ido creciendo de manera inversamente proporcional al compromiso de los políticos con los ciudadanos hasta llegar a la situación actual en la que ha sido el pueblo el que ha tenido que organizarse políticamente para estar presente en las instituciones, tras convencerse de que los partidos políticos tradicionales jamás les representarían. Y, por el momento, han llegado hasta la mismísima alcaldía de Cartagena. Por el momento…

 

¿Qué diferencia el cartagenerismo de los nacionalismos periféricos y enfermizos de Cataluña y Vascongadas? Primero, que el cartagenerismo se basa, se fundamenta y se arraiga en su profundo amor a España. En segundo lugar que, a diferencia de los nacionalismos citados, el cartagenerismo se basa en una historia real de tres mil años, en una historia de la que consideran su parte más gloriosa las aportaciones de Cartagena a España, a su defensa y a su unidad nacional. Y encima, (y con esto voy a ir terminando este escrito), el cartagenerismo es un sentimiento que debería ser contagioso; ¡ojalá una pandemia de cartagenerismo nos afectara a los españoles infectándolo todo, llenando cada rincón y cada casa de la nación del orgullo, del sentimiento, de la dignidad, de la rebeldía y del patriotismo de las buenas gentes de Cartagena!
                                                                                                                                                                                                                     España (lo decía al principio del artículo) se encuentra en una situación límite y tiene que actuar ya sí o sí, vía artículo 155 de la Constitución o vía los cuatro tercios de La Legión; España debe actuar ya en Cataluña, por lo civil o por lo militar, y me importa un rábano que me tilden de fascista por decir lo que digo (quienes lo hagan, ni me conocen, ni tampoco tienen puñetera idea de qué va eso del fascismo). Y si el gobierno de Rajoy (que es el que debe hacerlo) no lo hace, generaciones y generaciones de futuros españoles habrán de lamentarlo y el actual presidente pasará a la historia con menos popularidad que José Bonaparte. Y una vez España haya resuelto el callejón sin salida al que nos han llevado los dirigentes nacionalistas de Cataluña, habrá de plantearse cómo rearmarse, como rehacerse a sí misma para que hechos iguales o similares no vuelvan a producirse. Y Cartagena es ejemplo pedagógico para ello.

 

Tal vez una España construida desde el respeto a la verdadera historia de los pueblos, organizada territorialmente de manera práctica, económica y respetuosa con los sentimientos de pertenencia territorial de los ciudadanos, sea una buena base sobre la que construir los cimientos de una nueva patria, de una España grande, unida, soberana y libre que perdure eternamente.

 

                                        Amén.

 

FUENTE: La Tribuna del País Vasco.