JAVIER COLLAZO
Durante mi vida laboral en Instituciones Penitenciarias he aprendido a llevar una doble existencia. Recuerdo el desasosiego de mis familiares cuando les dije que iba a trabajar en una cárcel: pero si no tienes carácter, que eres un buenazo, ten mucho cuidado con esa gente, que te den una pistola para defenderte… y otras cosas por el estilo. En los años duros de terrorismo la insistencia de la Administración en la seguridad hizo que me acomodara a una especie de cultura carcelaria basada en el disimulo y de la que todos hemos participado. El manual de autoprotección decía cosas como: no revele a sus vecinos su verdadera profesión, no ponga en el buzón sus apellidos, no comente con sus conocidos detalles acerca de su trabajo, revise cada mañana los bajos de su coche…
Durante años oculté a mis familiares los sinsabores de mi trabajo para no preocuparlos y seguí a rajatabla la máxima de no hablar sobre las experiencias negativas que me ha tocado vivir ni contar nada sobre mi contacto con delincuentes, sobre todo los más «mediáticos». Solo resaltaba lo bueno: las instalaciones con piscina, la buena calidad de la comida, lo limpios que están los módulos de respeto en los que he trabajado, las múltiples actividades. Y escuchaba con indiferencia sus comentarios jocosos: menudo chollo, pero cuantos días libres tenéis los funcionaros, las cárceles ahora son de lujo, los presos están como quieren… como si en realidad fuera un afortunado acudiendo a trabajar como el que va a un balneario.
En los últimos meses, inmersos en una durísima lucha por nuestros derechos laborales, constato con estupor que no existimos para la sociedad. Y en cierto modo me doy cuenta también del mal que nos hemos estado haciendo a nosotros mismos viviendo en una ilusión.
Culpamos a los medios de que nos ignoren, cuando lo cierto es que nosotros (incluyo a la Administración penitenciaria) nos hemos escondido, como avergonzados de nuestro trabajo. Hemos simulado una realidad edulcorada con ayuda de la prensa: se abren módulos de respeto, módulos mixtos, se hacen cursos en la UNED, los internos colaboran en acondicionar rutas de senderismo o hacen el camino de Santiago. Nuestros mandos acuden a Madrid a recibir medallas por lo bien que hacemos todos nuestro doble trabajo: resaltar los logros de cara a la galería y ocultar cuando es conveniente nuestras miserias diarias de insultos, agresiones, peleas, intoxicaciones y autolesiones.
Ha llegado el momento en que hombres y mujeres, profesionales del olvido, pero dignos como el que más, salgamos de nuestro particular armario y nos mostremos a la sociedad cómo somos.
Al igual que tras la detención de los más peligrosos delincuentes, los mandos pasean ufanos sus medallas en ruedas de prensa y platós de televisión también los encargados de su custodia y reinserción pedimos que se reconozca nuestra valía y profesionalidad, y se difunda nuestro trabajo, guste o no a los políticos de turno. Así la sociedad entenderá algo que es de justicia elemental: merecemos recibir el mismo trato dentro del Ministerio del Interior que el resto de nuestros compañeros de los cuerpos y fuerzas de seguridad del Estado.