El tonto útil

El tonto útil

Del tonto útil en política hay abundante literatura desde que, tras el magnicidio de Calígula, los centuriones romanos descubrieron a Claudio escondido tras las cortinas y le proclamaron emperador. El término suele ser empleado con bastante desacierto porque los que en algún momento cuelgan con el sambenito no acostumbran a ser muy útiles ni resultan ser completamente idiotas. Es más, algunos son listísimos y forjan su carácter con los escarnios padecidos. Los neodarwinistas hace tiempo que predican que la supervivencia no va ligada ni a la fortaleza ni a la inteligencia sino que depende de la capacidad de adaptación a las circunstancias y, sobre todo, de la baraka, esto es, de una flor que germina al final de la espalda de ciertos individuos sin razón aparente. Quienes hayan visto brotar margaritas en el asfalto saben muy bien de lo que estamos hablando.

Lo de Pedro Sánchez no es el manual de resistencia que se ha hecho escribir sino el resultado de una lluvia de casualidades sobre el húmedo suelo de una ambición bastante insolente. Fue casualidad que la renuncia de Elena Arnedo, la primera mujer de Boyer, le facilitara ser concejal o que las de Solbes y Narbona le permitieran sentarse en el Congreso por ser el siguiente en la lista. Su propio doctorado en Economía, por el que luego sus adversarios le bautizarían como doctor cum fraude, fue poco vocacional y respondió más al azar de verse descolocado de la política sin saber muy bien cómo ganarse la vida. La mayor casualidad de todas fue cruzarse con la necesidad de encontrar a alguien que guardara el sillón de la secretaría general a Susana Díaz, porque a la señora no le venía bien en ese momento cruzar Despeñaperros y Eduardo Madina no daba el perfil como calentador de cueros.

Así que del “estás loco, Pedrito”, que le dijeron Óscar López y Antonio Hernando, los otros muchachos de Pepe Blanco, cuando les comunicó su intención de presentarse a las primarias socialistas, se pasó al “este chico no vale pero nos vale”, que dicen que dijo la reina del Sur cuando le enseñaron la foto de su pretendido vicario. Lo que nadie esperaba es que el supuesto tonto útil se propusiera saltar más allá de su sombra y que se convenciera de que no le debía nada a nadie porque, al fin y al cabo, los que le habían elegido habían sido los militantes y no los baroncitos de la mesa camilla.

Cuando los propulsores de aquel incontrolado cohete se dieron cuenta del cambio de trayectoria se dispusieron a neutralizarlo, por lo civil primero y por lo militar después. Tras diversas peripecias, traiciones y vilezas que ya son historia, los Brutos del partido le hundieron sus dagas en un comité federal al que Sánchez había llegado enarbolando la bandera blanca de la rendición y del que salió con los pies por delante tras la sentencia de la sultana: “Yo a éste le quiero muerto hoy”. Con lo que nadie contaba era con que el difunto, convertido en mártir, resucitara al tercer día o por ahí, después de ser obligado a renunciar al escaño ante la disyuntiva de caer en la indisciplina o renegar –valga la redundancia- de su no es no a Rajoy.

Los redivivos suelen experimentar grandes transformaciones al abrir de nuevo los ojos. En el caso que nos ocupa, quizás por lo violento del óbito, la metamorfosis se impregnó de resentimiento. Puede que haya guardado las formas con la mayoría, pero Sánchez no es de los que olvidan fácilmente a los que le ningunearon y le hicieron la vida imposible, una familia tan numerosa que incluía a la sultana y a su ridícula aristocracia de provincias, a los sempiternos jarrones chinos y a esos mercenarios de la alta costura andaluza que jamás creyeron que la tortilla se daría la vuelta.

Pedro el Breve había quedado atrás. El renacido se presentaba como la voz de la militancia y de la izquierda real del partido, espacio al que llegó porque a su diestra no había asientos libres, aunque en su día demostrara que podría abrazarse con cualquiera, incluso con Albert Rivera. En la oposición estaba apoyando al Gobierno con el 155 en Cataluña cuando de nuevo la casualidad de la sentencia sobre Gürtel y el señalamiento al PP como partícipe a título lucrativo de la trama le llevó a convertirse en presidente del Gobierno ante el pasmo de quienes tanto dentro como fuera le habían menospreciado.

Para decidirse a presentar la moción de censura no le hizo falta la clarividencia del Maquiavelito que se había agenciado y que ahora ejerce de director de gabinete, cuando no de ventrílocuo presidencial. Era una decisión tan obvia como la de formar un Gobierno de diseño y chiripitifláutico, astronauta incluido, que le permitiera empezar una larga campaña electoral que ha durado casi un año, ya que conseguir acabar la legislatura con una inmensa minoría de 84 diputados no hubiera sido casualidad sino milagro. Las bajas ministeriales, que las ha habido, han sido simples daños colaterales.

No hacía falta ser muy inteligente para saber que su éxito no dependía tanto de los logros como de los gestos, pese a que de ese querer y no poder nadie vive eternamente. A eso se ha dedicado con la inestimable colaboración de la momia de Franco y con la vital ayuda de una derecha hiperbólica que olvidó que la gente conserva algo de memoria. Sánchez no es un revolucionario sino un oportunista y no ha tenido que demostrar que no es tonto porque entre todos le han facilitado la carambola: el trío de Colón con sus acusaciones de ilegitimidad y felonía, los independentistas con sus chantajes imposibles y Podemos con su crisis de ombligo. ¿Que con Vox y su Reconquista le ha venido Dios a ver? Pues claro.

Los mismos que no le tomaron nunca en serio se asombran ahora de que pueda ganar las elecciones y hasta darse el gusto de elegir con quien comparte su recién estrenado colchón de la Moncloa. Le basta con emular a su antecesor marmóreo y no hacer movimientos en falso. La demostración de que es algo más que un erial en el que creció una margarita vendrá ahora. Aunque la primavera se abra paso en cualquier circunstancia, las flores no duran eternamente.

 
 

FUENTE: PUBLICO

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