ADOLFO FERNÁNDEZ AGUILAR

 

Cuando escribo del pasado intento hacerlo con neutralidad aunque algunas veces destile cierta nostalgia, y otras puede que lo haga con cierta vehemencia. El caso es que siempre me pongo en guardia no sea que les confunda a ustedes y piensen que soy más antiguo que el Avecrem. Pues no. Es como si narrara una crónica sentimental con anotaciones personales, alimentada de recuerdos de un pasado remoto desde un enfoque colectivo y un mundo probablemente añorado, como paraíso perdido.

Cuando miramos hacia atrás quedamos frecuentemente enredados en aquel verso de Jorge Manrique de “cualquier tiempo pasado fue mejor”. Me pregunto hoy si cualquier tiempo pasado, ¿fue mejor? En algunas ocasiones idealizamos excesivamente el pasado añorándolo como perfecto, en contraposición con este presente repleto de inseguridad y desengaños. Cuando se idealiza tanto, también sería conveniente acordarse de los piojos, los sabañones, la falta de medicamentos que convertían cualquier enfermedad en mortal, la incultura y el analfabetismo del pasado. Como ven algo hemos mejorado.

El paso del tiempo se resume así. Cuando eres joven te crees inmortal. Cuando cumples medio siglo empiezas a inquietarte y a no comprender plenamente lo que te está sucediendo. Al rebasar los setenta todo pasa muy rápido y al llegar a los ochenta, de un día para otro te has quedado sordo; otro día la vista se enturbia y aparecen las cataratas; otro observas que cada vez te cuesta más trabajo levantar las piernas, y otra noche después, descubres que esas horas no son para el descanso sino para el insomnio.

Todo eso debe ser asumible como algo normal porque con el paso de los años, el organismo da muestras de cansancio. Donde hay que presentar batalla es en el control de la cabeza y la voluntad, para que no claudique la memoria, ni la palabra, ni el libre albedrío. Ese es el gran reto que debemos ganarle al tiempo, al tempus fugit. En esta España nuestra de hoy no hay sitio para los mayores, pero como yo creo que la vida no se detiene con la edad, no me importa y he decidido morir con las botas puestas.

Me ocurre ahora con mucha frecuencia cuando compruebo las abundantes desapariciones de amigos y conocidos. Llega un día en que los ancianos se esfuman desapareciendo de la vida urbana. Ya no te los encuentras paseando por las calles, ni en la terraza de un bar, ni parados ante un escaparate como pretexto para recuperar el aliento. No es que hayan muerto físicamente, pero sí cívicamente.

Este artículo de ocasión mío de hoy es un toque de a rebato dirigido a todos los que ya tienen una edad avanzada, instándoles a que practiquen una longevidad activa con la voluntad de ser útiles, porque el envejecimiento nada tiene que ver con la decrepitud o la decadencia de un cuerpo maltratado y dolorido, transformado por las enfermedades. Lo importante es descubrir qué puedes hacer ahora con tu vida. Lo malo de esta edad es que, como dijo Katherine Hepburn, la tarta de cumpleaños se parece cada vez más a un desfile de antorchas.

La ventolera de los años también viene acompañada de una gran privación que conlleva la pérdida del más glorioso placer de este mundo. Mientras que a los jóvenes siempre les quedará París, a los mayores sólo les quedará esta jaculatoria: “Señor, ya que me has quitado las fuerzas, quítame también las ganas”. Y es que los de ahora también son otros tiempos. Ya no sucede como cuando Don Quijote le decía a Sancho que entrando en edad, con la experiencia que dan los años, estaría más idóneo y hábil para ser gobernador.

Si Don Quijote levantara hoy la cabeza y viera el actual panorama político español, con Pedro Sánchez en la Presidencia del gobierno, Puigdemont en Waterloo, y tantos otros responsables de los asuntos públicos aupados en el podio, le diría a Sancho que desistiera de sus aspiraciones de ser gobernador, porque sólo con su actuación durante los siete días que gobernó la Ínsula de Barataria se había convertido en profeta y modelo de los males y desastres que habrían de repetirse en tiempos venideros en la pobre España.

Hace dos mil años, Cicerón, la cabeza más brillante de la Roma republicana, escribió uno de los textos más humanos y emocionantes legados por la antigüedad. Me refiero a su “De senectute”, que leo reiteradamente atrapado por la búsqueda de ideas y consejos que den sentido al sinsentido de envejecer. Leyéndolo dan ganas de ser viejo, pero viejo como Catón: sano, inteligente y respetado. Ese es el modelo, mi prototipo de vejez, mi héroe.

Ahora que soy un joven de 83 años sensato y voluntarioso, descubro que este estado de madurez es el preconizado como óptimo por Catón, el protagonista ciceroniano. Y es que la mejor arma y terapia para combatir la vejez o la jubilación, en su abundancia de tiempo libre, es continuar activo como siempre, mientras que el cuerpo aguante. El propio Cicerón afrontó su tratado como una manera de resistir la ansiedad causada por su inactividad forzosa le sobró tiempo para conspirar contra Julio César y se lió con una jovencita en el otoño de su vida al mismo tiempo que nos recomendaba a nosotros paciencia y resignación como antídotos contra la vejez.

A la vejez se le puede llamar de muchas maneras. Borges la definió como “el ultraje de los años” y Caballero Bonald la ha calificado recientemente como una gran cabronada, y sin embargo yo, que soy mayor, creo que no soy viejo porque la mente, afortunadamente, aún la tengo lúcida. Avanzo en lucidez y retrocedo en andadura; dedico todo el tiempo al aprendizaje de escribir, a contemplar el milagro de la floración de los árboles, y a tomarle el pulso al mar para que no se me desmande. Lo más importante para mí ahora es ver el tiempo pasar.