En cuanto a la deuda pública, la magnitud del problema es incluso superior. En 2021 se situará en el entorno del 120% del PIB y todavía seguirá subiendo, ya que el déficit público será superior al crecimiento del PIB si no se pone remedio antes. Esto significa que estará ya casi 30 puntos por encima del nivel de deuda que había en 2019. Para corregir esa deuda serán necesarios muchos años y un fuerte sacrificio. Para comprender la magnitud de las cifras, basta comprobar que en los años de la burbuja inmobiliaria, con el PIB y la recaudación de España dopados, se tardaron diez años en rebajar la deuda en 30 puntos del PIB. Ahora hay que hacer esa proeza sin la ayuda de una burbuja.

El milagro

Una de las opciones para que el ajuste no sea doloroso será cargarle la factura a los acreedores. Es el gran milagro en el que confían los políticos para no hacer frente a los problemas. Esta transferencia de costes no tiene por qué hacerse con impagos de deuda, basta con que los tipos de interés de la deuda en términos reales sean negativos, esto es, inferiores a la inflación. De esa forma, el precio real de esos activos se devalúa y así, se reducen las deudas.

Otra opción para reducir el endeudamiento sería un gran salto del crecimiento, como el que se ha vivido en otras épocas del pasado gracias a un ‘boom’ de productividad. Si el PIB aumenta rápidamente, la ratio de deuda sobre PIB se reducirá en unos pocos años, lo que conducirá a un equilibrio sin hacer grandes esfuerzos presupuestarios.

El problema de estos dos milagros es que la experiencia de los últimos años no apunta hacia esta dirección. Más bien ocurre lo contrario: los crecimientos potenciales de los países europeos y la inflación se han mantenido en niveles muy bajos en las últimas décadas. De ahí que confiar el futuro del estado del bienestar a este extremo no parezca muy responsable. Y menos si se tiene en cuenta que la obsesión del BCE es controlar las expectativas de inflación en niveles muy bajos y que la inversión productiva en Europa lleva años aletargada, a años luz de EEUU o China.

Será, por tanto, el momento de remangarse para negociar los ajustes. El Gobierno ha propuesto algunas subidas de impuestos que permitirán elevar la recaudación, aunque su cuantía es reducida. Medidas como el impuesto a las transacciones financieras o el de servicios digitales tienen bases imponibles reducidas, por lo que sus resultados serán moderados.

Las grandes bases imponibles están en los salarios y el consumo de los hogares, justo donde existe la gran brecha de recaudación de España con Europa. Pero estas bases imponibles ya han sido ‘atacadas’ en los últimos años, con las subidas de los umbrales de cotización, el IVA y el IRPF.

Sin tocar estas grandes bases imponibles, será muy difícil reducir el déficit público. Pero esto requerirá meter la mano en el bolsillo de los españoles, una decisión muy delicada. La alternativa pasa por reducir el gasto público. Las propuestas para mejorar su eficiencia a través de los ‘spending reviews’ que está realizando la AIReF permitirá aliviar el gasto en un buen número de partidas, pero tampoco lograrán resolver el problema. Para empezar, serán insuficientes para asumir el gasto derivado de la renta mínima que aprobará el Gobierno en las próximas semanas.

La opción más sencilla socialmente pasa por congelar los presupuestos durante toda la fase de recuperación. Eso permitirá reducir el peso del gasto público en el PIB sin realizar recortes nominales. Sin embargo, eso supondría precarizar el estado del bienestar, lo que también tiene un elevado coste político.

Para asumirlo será necesario que se conformen grandes acuerdos nacionales, como solicita el Gobierno. Pero el relato de estos pactos también tiene que ser transparente: ocultar que van a ser necesarios importantes ajustes en el futuro conllevará desilusiones en la sociedad, lo que creará un entorno favorable al oportunismo político. Atajar ese escenario con un discurso realista es ahora la gran responsabilidad de los partidos políticos. Porque el elefante no se irá de la sala sin el esfuerzo común.

 

 

 

JAVIER G. JORRIN