Los resultados de Ciudadanos en las elecciones del 26-M se están calificando de «discretos». Es un eufemismo. Fueron malos. Porque no lograron ninguno de sus objetivos: el partido de Rivera no sobrepasó al PP (perdió todas las posibilidades que apuntaban en ese sentido el 28-A), no se ha hecho con ni una sola alcaldía de relevancia y no ha sido tampoco primera fuerza política en ninguna de las doce comunidades autónomas en juego. En los comicios europeos, con circunscripción nacional, superó ligeramente el 12% de los sufragios con 7 escaños, mientras que la lista popular rebasó a la de Luis Garicano con 12 diputados y un porcentaje de voto superior al 20%.
La apuesta de Rivera por Valls en Barcelona tampoco funcionó: obtuvo un concejal más de los que ya tenía Ciudadanos (de 5 a 6), lejos de las expectativas creadas.
Cierto es que Ciudadanos dispone, no obstante, de un significativo poder arbitral para determinar gobiernos autonómicos importantes (Madrid, Murcia, Aragón, Castilla y León). Pero si lo aplica en el circuito cerrado de las llamadas tres derechas, su rol será subalterno porque la primera fuerza política es el PP y la tercera Vox, de tal manera que el partido de Rivera se quedaría en un terreno incómodo y puramente asistencial. La cuestión consiste en saber si es ya posible que los otrora liberales rectifiquen posiciones y pongan en auténtico valor sus resultados electorales.
Albert Rivera y los demás dirigentes de su partido (habría que enlazar con el criterio de los intelectuales que inspiraron su fundación) dibujaron su razón histórica en la democracia española para rescatarla del bipartidismo imperfecto anterior en el que los nacionalismos vasco y catalán —este ya derivado a abierto separatismo— ejercían de bisagras no sin antes transacciones políticas para ellos muy favorables. Por otra parte, la irrupción de Unidas Podemos —con notorio fracaso tanto el 28-A como el 26-M— introdujo en el espectro parlamentario una fuerza que sintoniza con los nacionalismos centrífugos, tanto en el llamado derecho a decidir, como en la necesidad de abrir un proceso constituyente que revise los fundamentos de la Constitución de 1978 (forma y modelo de Estado).
Ni Rivera, ni Arrimadas, ni ningún otro dirigente de Cs sostuvieron que el objetivo de su partido fuera abordar al PP para sustituir su liderazgo en la derecha. Por el contrario, se dijo —y se practicó en la anterior legislatura autonómica en Andalucía y Madrid— que los entonces liberales podían pactar con el PSOE y el PP en coherencia con su proclamada identidad centrista y versátil. Hubo un momento —el veto a gobernar con el PSOE andaluz— en el que la estrategia cambió y Sánchez se convirtió —con mayor o menor razón— en la «bestia negra» de Rivera. Había en esa relación envenenada demasiadas y recíprocas cargas personales.
Por el contrario, se dijo que los entonces liberales podían pactar con el PSOE y el PP en coherencia con su proclamada de identidad centrista y versátil
Ciudadanos tiene la oportunidad de cumplir con su función. Para hacerlo podría plantearse que el Gobierno de España no dependa ni de Unidas Podemos, ni de los 32 escaños independentistas (ERC, JXC, Bildu) y nacionalistas (PNV). Los primeros están en abierta crisis y su incorporación al Ejecutivo de Sánchez, o un pacto de legislatura con el PSOE, propiciaría políticas radicales en varios ámbitos en conexión, algunas, con el bloque independentista-nacionalista. Estos últimos seguirían indefectiblemente siendo imprescindibles si Ciudadanos no se decide a ofrecer a Sánchez sus votos para la investidura (no para una coalición), estableciendo las condiciones para una legislatura de políticas moderadas, estables y que, de modo transversal, sensato e integrador, manejen correctamente la crisis en Cataluña y la política socioeconómica. Todo ello sería compatible con una geometría variable de pactos territoriales y con un Gobierno en solitario del secretario general del PSOE.
A estos efectos, las contraprestaciones del PSOE, por ecuanimidad compensatoria, tendrían que ser dos: 1) que sus diputados en Navarra permitiesen que la coalición UPN, PP y Cs (Suma Navarra, con 20 escaños de 50) recuperasen el gobierno foral para lo que bastaría la abstención del PSN (11 escaños) y 2), que el PSC comparta con Valls la estrategia para evitar que Ernest Maragall se haga con la alcaldía de Barcelona. Si la comunidad foral y el consistorio barcelonés se pierden para la causa constitucionalista, nos estaríamos acercando a una situación crítica para el sistema de 1978.
En manos de Ciudadanos está evitarlo y lo podrá hacer en su decisiva ejecutiva del próximo lunes. Y si elabora esta oferta, la pelota estaría en el tejado de Pedro Sánchez. En el caso de que Rivera no dé su brazo a torcer, su futuro será tan vulgar como el del propio partido. Seguirán pretendiendo construir su alternativa al estilo de la fracasada y antiestética ‘Operación Ángel Garrido’. Ya han visto los resultados. Y si el secretario general socialista rechaza una oferta de esa naturaleza, quedaría al descampado ideológico y táctico. Todos quedarían retratados.