La decisión del debut del idealismo la tomó el realismo. Las europeas son las únicas elecciones en que España opera como circunscripción única y es imposible perder restos en las provincias: todo voto va a la caja común. Por eso Pablo Iglesias, profesor y tertuliano, fundador de un partido que quería vehicular el malhumor social, los eligió para debutar. Un millón doscientos mil votos, cinco eurodiputados y “el miedo cambió de bando”, gustaban de decir los promotores de la operación.
Seis años de vértigo, contratiempos, sinsabores, desgarros y una capacidad inquietante para sobrevivir al cadalso semanal dictado en las portadas han llevado a Iglesias a desempeñarse como primer oficial en el puente de mando de un navío que se enfrenta al huracán que se tragó elAndrea Gail en 1991. Un mar de olas infranqueables conocido como la tempestad de Halloween . O también, la tormenta perfecta .
El realismo seco con el que se planificó el estreno iba a ser marca de una casa cuyo dominus proclamaba una doctrina nunca antes escuchada a la izquierda del amaestrado socialismo español: “Yo no quiero tener razón, yo quiero ganar” y “tendremos que cabalgar contradicciones” eran las desafiantes promesas del líder de un movimiento que nacía con la obsesión de llegar al gobierno: “Tener el gobierno no es tener el poder, pero solo desde el gobierno se pueden cambiar las cosas”. En la imaginación de nadie estaba entonces que esas cosas que había que cambiar tuvieran que ser postergadas ante la inaplazable urgencia de sobrevivir a un ensayo general para el fin del mundo en forma de apoteosis vírica.
Los malestares combinados de la clase media depauperada por el estallido del casino financiero en el 2008 y las furias de una generación expropiada de futuro fueron la gasolina de aquel 25 de mayo del 2014 en que también IU logró una importante escalada, de dos a seis actas, con Willy Meyer a la cabeza. El bipartidismo se situaba por primera vez por debajo del 50% de los votos, un hito que no se trasladaría a unas elecciones generales hasta el 2019. Fue en mitad de una crisis económica feroz y con el partido de Gobierno, el PP, metido de hoces y coces en un cenagal de corrupción.
Solo algunos de los historiados despachos de la Castellana se inquietaron de verdad por aquellos 11 escaños en el Europarlamento que sumaban los que querían cambiarlo todo. Durante los meses que siguieron –y tras una abdicación del rey Juan Carlos que fue apresurada por el susto de Podemos–, Iglesias y su revancha de los novatos aún disfrutaron de las sonrientes cucamonas del complejo industrial-militar con sede en Madrid, que no es industrial ni militar sino mayormente mediático y ladrillista. La simpatía hacia esos inofensivos mozalbetes, que parloteaban desde sus doctorados en subordinadas de segundo grado, se extendía por el país.
Tantos mimos y tan precisa fue la sincronización de la cosa con el hartazgo del país que cinco meses después, cuando las hojas amarilleaban y el calor se iba disipando, las sirenas empezaron a sonar y las luces rojas a dar vueltas en las oficinas demoscópicas: Podemos circulaba en números peligrosamente próximos al 30% de intención de voto. Era la primera fuerza política en España.
El presidente Mariano Rajoy, que hizo del no hacer una forma de hacer, decidió no hacer. Esperar, comme d’habitude . Los arrumacos mutaron e reproche y convocatorias inoportunas se cruzaron en el meteórico despegue del artefacto morado, que no era un partido político y no quería serlo: municipales y autonómicas de junio del 2015. Las trabajadas alcaldías de Madrid y Barcelona (y Coruña, Zaragoza y Cádiz) disimularon el desempeño discreto de un movimiento sin estructura en el ámbito autonómico.
En las generales de diciembre del 2015 el país giró a la izquierda y castigó de nuevo al bipartidismo, pero la socialdemocracia (política, económica y mediática) había tomado conciencia del riesgo que suponía Podemos, un riesgo que tenía un nombre: Pasok, el histórico partido socialista griego que, al contrario que el dinosaurio de Monterroso, una mañana dejó de estar allí. Así que la alianza PSOE-Podemos, que parecía dictada por las urnas, no fue posible. Cuatro años tendrían que pasar para que ambos, con la cara llena de cicatrices y menos votos, firmaran su coalición. Tan listos que eran, los fundadores de Podemos abrazaron la cizaña cainita que sus adversarios cocinaron, y tras fallar por los pelos el sorpasso al socialismo en junio del 2016, emplearon su tiempo en luchas intestinas hasta el 2019, cuando las dos corrientes disidentes, errejonistas en enero y anticapitalistas doce meses después, incapaces de tomar el control del partido o encontrar acomodo como corriente, se fueron.
Lo demás es conocido: convertido en partido político –no se gana Roland Garros con un bate de béisbol sino con una raqueta–, y bajo el liderazgo innegociable de Iglesias, ratificado a la búlgara ya sin disidencia, Podemos ha llegado al objetivo, magullado pero vivo, cinco minutos antes de que sonaran las trompetas del apocalipsis. “Trabajaremos para no ser una colonia de Alemania”, decía Iglesias hace seis años. Hoy, aquella Europa no existe y el malestar se expresa en descapotable, pero la suerte del país sigue dependiendo de que Alemania elija el lado bueno de la historia.
Pedro Vallin