Lo que suceda hoy en Barcelona ilustrará acerca de la voluntad del independentismo institucional —en el que esta vez han metido a gorrazos al orate Torra— de controlar a las huestes de la ‘kale borroka’ catalana.
Hablo de la voluntad porque no dudo de su capacidad de hacerlo. Recomiendo que no crean ni por un momento en el supuesto carácter ‘incontrolado’ de los CDR, los GAR y demás partidas de la porra que patrullan las calles. Cuando se han dado al vandalismo impune, es que alguien los espoleó (“apreteu i feu bè d’apretar”). Y cuando quienes mueven los hilos los han querido contener, lo han hecho sin problemas. El grado de barbarie que hoy veamos, mucho o poco, se habrá calibrado antes en algún despacho.
Pero lo políticamente relevante sucedió ayer en dos escenarios. En el Congreso de los Diputados se recompuso la mayoría de la moción de censura. En el Palacio de Pedralbes, Sánchez y Torra escenificaron un rigodón (o un ritual de apareamiento, como prefieran) para oficializar el estado actual de sus relaciones, que se resume en una frase: no se gustan, pero se necesitan.
Lean el tenor del insólito comunicado conjunto que “ambos gobiernos” (expresión típica de la política internacional) firmaron tras el estudiadísimo baile de las fotos:
“Coinciden en la existencia de un conflicto sobre el futuro de Cataluña. A pesar de que mantienen diferencias notables (…) comparten, por encima de todo, su apuesta por un diálogo efectivo que vehicule una propuesta política (…) para avanzar en una respuesta democrática a las demandas de la ciudadanía de Cataluña, en el marco de la seguridad jurídica”.
Quien sostenga que ese protocolo y ese lenguaje son los propios de la relación normal entre el Gobierno de España y una comunidad autónoma, engaña o se engaña. Por supuesto, ni una mención a la Constitución o al Estatuto de Cataluña, suplantados por un vaporoso “marco de la seguridad jurídica” de libre interpretación para cada parte.
La decisión de anunciar con varios meses de antelación un Consejo de Ministros en Barcelona no fue ni buena ni mala: como casi todas las de este Gobierno, fue simplemente atolondrada. Una trampa que el Gobierno bonitose tendió a sí mismo (una más) y que le condujo a un lío monumental (uno más), del que se ha pasado una semana braceando para salir sin daño irreparable.
Seguro que cuando Sánchez lanzó aquella bengala no pensó que habría que movilizar a miles de policías para proteger una reunión del Gobierno dentro del territorio nacional, que tendría que implorar a Torra que le concediera una visita de respeto para vestir el papelón y que terminaría suscribiendo un comunicado conjunto trufado de vocabulario junqueriano. Y seguro que Torra, virrey de un CDR con 50.000 millones de presupuesto, no esperaba verse posando junto a una bandera de España e instruyendo a los Mossos para que evitaran por las buenas o por las malas —al menos en la jornada de ayer— toda molestia a la visita que hace unos días le parecía provocadora e insultante.
Lo que ha sucedido es que, tras la sacudida andaluza, Sánchez se ha convencido por completo de dos cosas: que solo con Podemos jamás sumará diputados suficientes para una investidura y que su única posibilidad de seguir en el poder tras las próximas elecciones pasa por retener el voto de los independentistas —aunque ello suponga poner a los candidatos territoriales de su partido en la senda hacia el patíbulo que ya ha recorrido Susana Díaz—.
Por su parte, los independentistas han metabolizado la idea de que, de todos los posibles inquilinos de La Moncloa, Sánchez es de lejos el mejor para ellos(incluyendo a cualquier otro dirigente del Partido Socialista). Lo que implica que asfixiarlo en exceso o abocarlo a medidas extremas resultaría autodestructivo para ambas partes.
La doctrina de Lledoners es clara: desde que toda la dirigencia socialista ha caído en la cuenta de que la política catalana de Sánchez es tan salvadora para él como venenosa para su partido, hay que evitar conducirlo a situaciones límite. A lo que se añade evitar actuaciones impulsivas que empeoren la perspectiva judicial de los presos. Controlar al soldado Torra, esa era la misión que tenían encomendada ayer Aragonès y Artadi.
Ello nos conduce directamente al segundo escenario de la jornada, el Congreso de los Diputados y la aprobación del techo de gasto que en julio rechazaron. Dijo el portavoz del PDeCAT que ese voto favorable “no es la antesala de un sí a los Presupuestos”. Es cierto. En realidad, es la antesala de un no a presentar enmiendas a la totalidad o a votar las que presentarán el PPy Ciudadanos. Es la renuncia a degollarlos en la línea de salida —lo que pondría a Sánchez en una de esas situaciones límite que ahora deben ser evitadas—.
Con este giro de la estrategia nacionalista, Sánchez se garantiza que los Presupuestos pasarán el primer trámite y podrán comenzar su tramitación. Ello alivia la presión para precipitar las generales y hasta puede crear cierta euforia en el ‘establishment’ del PSOE, atenazado por el pánico tras el naufragio andaluz.
Los nacionalistas, por su parte, tendrán al Gobierno negociando cada pulgada del Presupuesto durante varios meses. Lo exprimirán hasta la última gota. Y llegado el momento de la votación final (que será ya en vísperas del mayo electoral), decidirán si inclinan el dedo hacia arriba o hacia abajo en función del botín obtenido y de lo que señalen las encuestas.
No es la primera vez que Sánchez se ve ante una contradicción objetiva entre los tres intereses que debe defender: el interés de España, el de su partido y el de su persona. A la luz de su biografía, no es difícil predecir cuál de ellos prevalecerá. El circo de ayer en Pedralbes fue solo el aperitivo —y quizás el principio de una turbia amistad—.
(Nota a pie de página: si el Gobierno de España se reúne en Barcelona y hay una agenda de entrevistas, ¿dónde está la líder del primer partido de Cataluña? Tan asombroso es que nadie la llame como que ella no exija ser llamada).