MIQUEL GIMÉNEZ

 

Es un fortín con paredes ametralladas por odios seculares, por obuses hechos con la metralla que proporciona la ignorancia, el complejo de superioridad, una ambición y una envidia colosales, todo eso mezclado en un cóctel explosivo, singularmente cuando es manipulado por pirómanos profesionales o imberbes con la jubilación asegurada por papá. Todos sabemos que, tarde o temprano, los muros agrietados que construimos con tanto esfuerzo y sacrificio, acabarán por desplomarse como tantas otras cosas y que el desierto ganará la partida, convirtiendo a este último bastión de la resistencia en pura memoria vergonzante si es que la vergüenza sigue existiendo dentro de unos años.

Los que decidimos resistir tras el parapeto de la libertad, la democracia y la ley, estamos, el que más y el que menos, heridos por alguna bala de los violentos, de la turba sin otra cosa que el ansia de destrucción, de sangre, de erradicar todo lo que suene a España. “Somos los últimos de Filipinas”, me decía este domingo un buen amigo constitucionalista y yo le llevé la contraria. “No. Somos los de El Álamo, porque los de Baler ignoraban que habían ganado la guerra y, a pesar de ello, resistían, mientras que nosotros resistimos sabiendo que la hemos perdido”. “Pero, aun sabiéndolo, hemos de continuar”, añadí sonriendo tristemente.

Comprendo a la perfección a todos los que, hartos de ver cómo el crimen, la deshonra y el analfabetismo demagogo que nos ha convertido en el estercolero de Europa nos gobiernan, cogen sus maletas y se van para siempre

Y así pasamos los días en este fuerte que a cada minuto es más frágil, consolándonos los unos a los otros, dándonos ánimos, viendo cómo parten hacia otras tierras más propicias amigos, compañeros y familiares sin que se les pueda censurar por ello. Nadie nace héroe ni a nadie se le obliga a serlo. Comprendo a la perfección a todos los que, hartos de ver cómo el crimen, la deshonra y el analfabetismo demagogo que nos ha convertido en el estercolero de Europa nos gobiernan, cogen sus maletas y se van para siempre. Con el corazón roto, con la mirada nublada por las lágrimas, con la sensación de que les arrancan una parte de su piel, de su alma, de su memoria. Pero se van. No seré yo quien los anatemice. Quizás yo no lo haga porque a mi edad y con los pocos medios de los que dispongo el cuerpo no me pide meterme en viajes. Quizás me quede por ser demasiado cobarde como para partir. O quizás no me vaya porque, en el fondo de mi ser, existe la vieja pulsión legionaria que me grita que ningún legionario abandona jamás su posición. Yo desearía que fuera por eso, aunque no me creo tan noble.

A lo mejor, en esa cotidianidad gris, plúmbea, a la que nos tienen sometidos los ejércitos de odiadores, uno también encuentra ocasión de reconocerse. Porque, al fin y a la postre, eres lo que eres porque no quieres parecerte a quienes tienes enfrente. Porque no admites asemejarte a esa horrible y deformada imagen de las Rahola, de los Puigdemont, de Aragonés y Borrás, de toda esa recua que no para de chillar su propia estulticia a la que pueden, de esa burguesía cobarde y estremecida por el placer que produce en sus partes bajas contemplar a sus hijos quemar contenedores, acaso para expiar a través de ellos sus lametazos en las posaderas del dictador en el pasado, señor Aragonés.

Que nadie diga “disfruten lo votado”, la frase más miserable y canalla en boca de quien crea que la democracia es algo más que votar cada cuatro años

Así pasamos la vida en este Álamo constitucional que en medio de los pedregales separatistas escucha una corneta lejana interpretando el toque de Degüello. Ese degüello no tan solo nos afecta a nosotros, ciudadanos de a pie; el degüello es tremendo respecto a la economía, a las empresas, a la riqueza, a las estructuras sociales, a lo que dábamos por sólido en 1992 y que resultó ser tan endeble que gentes como Mas, Puigdemont o Torra han sido capaces de hundir.

Pero que nadie diga “disfruten lo votado”, la frase más miserable y canalla en boca de quien crea que la democracia es algo más que votar cada cuatro años. El degüello que ahora suena en Cataluña no tardará en sonar en toda España, en toda Europa, en todo Occidente. Ya lo ha empezado a hacer. Las trompetas y los intérpretes podrán parecer distintos, pero quienes los sostienen son los mismos. Porque no existe un totalitarismo de derechas y otro de izquierdas. Existen el totalitarismo y la libertad. Y no hay nada en medio que los separe salvo, acaso, esos pequeños fortines en los que algunos intentamos ponerles las cosas un poco más difíciles a los réprobos.

Otro día acaba, otro día en el que puedo decir, en lo que respecta a El Álamo, sin novedad en el fuerte. Sin novedad. Qué eufemismo…