La victoria histórica de Inés Arrimadas es aritmética y moral. Doce escaños y 350.000 votos más es un triunfo sin duda, pero no se traducirá en el cambio de tornas que postulaba Cs para Cataluña porque el nacionalismo saca ventaja de una ley electoral supremacista: esto es, hecha a la medida del pujolismocomo canon civil, político y cultural que aspira a la perpetuidad.
El triunfo de Arrimadas se ajusta a los cánones de las victorias agridulces. Es verdad que los votos al peso poco valor de cambio tendrán en el Parlament -donde el soberanismo sigue siendo hegemónico-, pero no es menos cierto que su hazaña sitúa al partido de Albert Rivera en la pole position de la carrera política nacional junto a PP y PSOE.
La revolución de los charnegos se ha sustanciado en Cs. En cierto modo, Rivera da un sorpasso al PSOE a nivel nacional, al presentarse en escena como alternativa natural al PP de Rajoy gracias a Cataluña.
Que la gran ganadora del 21-D sea una catalana de Jerez como Arrimadas constituye una mala noticia para el separatismo y una pésima para el PP, además de un mal augurio para equidistantes porque su triunfo supone un espaldarazo al discurso sin concesiones frente al nacionalismo.
A Carles Puigdemont mantener el liderazgo del bloque independentista le viene muy bien para sostener su propio relato y para seguir presentándose ante el mundo como president en el exilio. También para mofarse en secreto de Oriol Junqueras por haberse quedado a purgar en Estremera las arbitrariedades de la Justicia española mientras él disfruta de largos paseos por los bosques flamencos.
Sin embargo, no está nada claro que Puigdemont vaya a ser capaz de internacionalizar la cuestión catalana, más allá de entre los partidos eurófobos que aplauden la causa soberanista en el extranjero. Puigdemont gana porque de haber quedado en segundo puesto indepe estaría condenado a cargar con el sambenito de prófugo y perdedor, lo que hubiera significado un arrumbamiento vergonzoso.
Esta por ver si, tal como prometió, volverá a Cataluña con ocasión de su probable investidura para ser detenido. Si una mayoría de catalanes independentistas ya le ha perdonado que dejara a la mitad de su Govern en la estacada, no parece que vayan a tener demasiados problemas para mantener el cuento de que es un segundo Tarradellas.
Oriol Junqueras, el ‘pagafantas’ en prisión
El tercer puesto logrado por ERC el 21-D resulta especialmente amargo para Junqueras, que habrá pasado la madrugada de este lunes su noche más dura en Estremera. El candidato republicano ofreció el sacrificio de su libertad a cambio del logro histórico que hubiera supuesto para ERC convertirse en el partido hegemónico del nacionalismo.
Acarició este sueño con la yema de los dedos según todos los sondeos, pero el voto oculto independentista ha acabado beneficiando a su enemigo íntimo. Al inicio de la jornada electoral aseguró que la prisión no le había hecho más débil, «al contrario», aseguró henchido de un triunfalismo que se ha revelado absurdo.
Ahora probablemente se estará arrepintiendo de no haber reeditado JxSí, lo que hubiera convertido la causa de su excarcelación en un objetivo político prioritario, en lugar de en un apunte en la agenda de Puigdemont. También sentirá haber tachado al ex presidente catalán poco menos que de cobarde.
Iceta vendió la piel del ‘osito’ antes de cazarlo
Fueron tantas las expectativas que puso en sus propias opciones que haber logrado pasar de 16 a 17 escaños sólo puede considerarse un fracaso. Icetavendió la piel del osito -que es una palabra que le gusta y que usa con frecuencia- antes de cazarlo. Y ahora se ve en la tesitura de bailar -algo que también le gusta- al son de una partitura política polarizada en dos bloques: no está nada claro que haya lugar para tibiezas ni transversalidades de ningún tipo.
El fracaso de Iceta es mayor si cabe porque mientras en 2015 su candidatura era patanegra socialista, ahora el PSC se ve hipotecado por el compromiso de respetar al nacionalismo moderado que ha acogido en su grupo parlamentario.
¿Tendrá Domènech quien le bese?
Xavier Domènech ha sido el juguete roto de Pablo Iglesias, que lo postuló como candidato de una tercera vía que no conduce a ninguna estación recomendable para un político con aspiraciones. Domènech ha vendido durante la campaña su buenrollismo, su mirada clara y el carisma que le procuró el beso arrebatado del jefe de Podemos.
Partió de Madrid para tomar Barcelona -que al parecer está en las antípodas del cielo- por ensalmo. Pero nadie se ha creído la treta de esa tercera vía que iba a convertirlo en un remedo de Birgitte Nyborg. En lugar de con Borgen, Domènech se ha dado de bruces con el muro de su propia intrascendencia.
Le queda el consuelo de que sale tan malparado como Ada Colau, que cerraba la candidatura por Barcelona de manera anecdótica, más que simbólica, a tenor del resultado.
Lo paradójico es que el pésimo resultado de los comunes es una buena noticia para Iglesias, que no se ve en la tesitura de ser decisivo para el separatismo en Cataluña, lo que tendría un alto coste para Podemos en el resto de España.
Riera, la mueca de la ‘revolución de las sonrisas’
Tras dos años libando las mieles de un poder inmerecido, por mor de esa perversión democrática que permite a los menos ser decisivos en caso de empate, la representación parlamentaria de la CUP queda reducida a 4 escaños. Sin embargo, pese a haber perdido seis diputados en unos comicios polarizados, Carles Riera sigue teniendo en su mano la llave de la gobernabilidad.
Se intuye ahora que cuando el aspirante cupero abogaba por no participar en estos comicios no sólo hablaba desde el convencimiento revolucionario sino desde un tacticismo conservador. La cuestión no es sólo que la CUP haya sido víctima de algo tan pequeñoburgués como el voto útil, sino que la crónica de su caída lo empareja con el PP. Eso sí, no sería de extrañar que, de puro cabreo por el batacazo, ahora eleve el precio de sus apoyos.
Albiol o el aperitivo popular de Cs
A Mariano Rajoy el 155 le quemaba las manos y, por quitárselo de encima, ha acabado churruscando a su candidato en Cataluña en la hoguera -bien alimentada por Rivera y Arrimadas- de un voto útil que no lo ha sido tanto, si tenemos en cuenta que el separatismo gana en escaños.
El balance del incendio es desolador en términos no sólo materiales, sino también anímicos. El PP pasa de 11 diputados a 4 y se queda en los albañales del Parlament como última fuerza.
Pero no parece que sea el recuento de lo chamuscado en Cataluña lo más sustancial del balance de daños para los populares. La cuestión ya no es saber por cuánto tiempo se abrazará Xavier García Albiol a un anecdótico destino político, sino dirimir si el PP catalán ha sido el piscolabis con el que Cs hace apetito.
FUENTE: ELESPAÑOL