La libertad sin fianza decretada para Josep Lluís Trapero genera un alivio cívico-político. Y un respiro jurídico en la persecución de la conjura del procés, dado que la anterior proliferación de gravosas medidas cautelares extremas como la prisión incondicional (a las que se aficionó la juez Carmen Lamela) generaban innumerables dudas.

Parece que la Audiencia —con el apoyo de una fiscalía más benigna— enfatice así el enfoque ortodoxo de individualizar las distintas situaciones de los incriminados, e imponerles (o no) medidas cautelares de distinto grado (desde multas a prisión preventiva). En vez de aplicar de forma heterodoxa, casi sistemática y universal las más duras de entre ellas.

Aún concediendo que el exmayor de los Mossos pudiera haber delinquido el 1 de octubre, la posibilidad de que destruyese pruebas, cinco meses después, era atrabiliaria; la de que huyese, incompatible con quedarse en casa, como efectivamente ha hecho; y la de que reiterase la presunta conducta delictiva, más que remota: está destinado, sin mando, a una oficina meramente burocrática. Y por ende, no hay en Cataluña ningún nuevo referéndum ilegal convocado, sino que impera la intervención de la Generalitat a través del artículo 155 de la Constitución.

¿Se ha hecho y se hace un buen uso de las medidas cautelares, las que se toman antes de dictar sentencia? Veamos. Estas medidas son una rara avis en el derecho penal, porque pueden contrariar su querencia garantista y su especial rigor en favor de la seguridad jurídica. Son, para los jueces —no digamos para los reos— materia incómoda, por decirlo suave.

El Código Penal Español fundamenta esas “medidas de seguridad” en la “peligrosidad criminal del sujeto” en tanto que susceptible de cometer delito (artículo 6); y en que del hecho y de sus circunstancias personales “pueda deducirse un pronóstico de comportamiento futuro” que denote “la probabilidad de la comisión de nuevos delitos” (artículo 95).

Ocurre que esos dos fundamentos no son taxativos. La peligrosidad se contraponía originalmente a la culpabilidad, que era la base para la condena firme: la culpabilidad implicaba la quiebra de la responsabilidad derivada de la libertad individual: el delincuente escogía el mal. La peligrosidad, base para las cautelares, era más determinista, venía a sospechar de la libre voluntad: el mal venía a contaminar al delincuente, que nacía como tal en vez de elegir libremente la ruta del crimen.

También el concepto de probabilidad es de difícil digestión, por futurible. Entraña un “pronóstico de futuro delito con base al delito ya cometido” —y aún no verificado—, lo que supone “una alta dosis de irracionalidad”, como ha concluido el profesor Gonzalo Quintero, entre la mejor doctrina. Para paliar esta navegación sin luces del juez, el Código exige al menos que el hecho por el cual se juzga sea de una determinada gravedad objetiva: no debe ser lo mismo a efectos de privar cautelarmente de libertad a un reo que este haya hurtado una gallina o que haya disparado contra los alumnos de un colegio.

Aún así, el espacio de indeterminación es muy amplio. Por eso el derecho penal de las democracias avanzadas es muy restrictivo con las cautelares. Incluso en España, que le da más pábulo, la jurisprudencia las sitúa en el territorio de lo excepcional.

Eso es así porque la regla es que “nadie puede ser privado de su libertad” (artículo 17 de la Constitución) salvo en las circunstancias y formas previstas por las leyes: estas últimas son la excepción a la regla. Por eso, y porque todos los textos jurídicos internacionales aplicables “valoran como esenciales los principios de libertad y seguridad”, al “consistir la prisión provisional en una privación de libertad, debe regirse por el principio de excepcionalidad”, establece el Tribunal Constitucional (STC, 2/7/1982).

Ese “carácter excepcional” no es algo retórico, sino que obliga a los jueces a ser muy cautelosos con esta cautelar, puesto que “exige la aplicación del criterio” del favor libertatis, “lo que supone que la libertad del imputado en el curso del proceso debe ser respetada, salvo que se estime indispensable por razones de cautela o de prevención especial, la pérdida de libertad” (STC 24/3/1987). Es decir, debe decidirse en sentido favorable, como regla, a la libertad del imputado.

El Tribunal Constitucional es aún más exigente, al exigir en distintas sentencias que la aplicación de la prisión provisional sea, además de excepcional, subsidiaria, provisional y proporcionada a la consecución de fines constitucionalmente legítimos. Subsidiaria y necesaria, esto es, que se traduzca “tanto en la eficacia de la medida como en la ineficacia de otras de menor intensidad coactiva”. Provisional, “en el sentido de que debe ser revisada si cambian las circunstancias que dieron origen a su adopción”. Y proporcional, un criterio entre otras cosas “limitativo” de “su duración máxima”, como detalla la STC 26/7/1995.

“Lo que en ningún caso puede perseguirse con la prisión provisional son fines punitivos o de anticipación de la pena”, concluye. Igual alguien se ha leído con más detenimiento esta jurisprudencia.

 

 

 

 

 

 

FUENTE: ELPAIS