El prefecto de la Congregación para los Institutos de Vida Consagrada y Sociedades de Vida Apostólica ha hecho hoy un panegírico del ‘cambio’ que aporta el Papa y ha cargado una vez más contra los “rígidos”.
La fe, rezaba mi viejo catecismo infantil, es creer lo que no vemos. No hay nada irracional en esto; de hecho, probablemente la abrumadora mayoría de lo que creemos todos nosotros son cosas que no hemos visto, como la pasada existencia de Sócrates o lo que te cuente tu mujer o tu marido sobre lo que le ha pasado al venir para casa.
Pero de un tiempo a esta parte, desde hace medio siglo y en proporción creciente, la jerarquía de mi Iglesia, la Católica, la única verdadera y fundada por Cristo, está empeñada en hacerme creer, no ya en lo que no he visto, sino en lo contrario de lo que estoy viendo. Y de eso, sinceramente, me confieso incapaz.
El último concilio, se nos dijo, iba a traer una primavera eclesial. Pero aun entendiendo que la contabilidad de Dios no es igual a la de los hombres, se me antoja una tomadura de pelo seguir regocijándonos por un cambio que aceleró espectacularmente la descristianización de nuestras sociedades y el abandono masivo de la práctica religiosa.
Desde entonces, la disonancia cognitiva, el marcado contraste entre lo que predican los medios eclesiales y lo que cualquiera puede ver y vivir, aumenta por días, y ha metido directamente el turbo en el pontificado de Francisco.
Por ejemplo, hoy, la agencia SIR nos ofrece unas palabras del cardenal João Braz De Aviz, prefecto de la Congregación para los Institutos de Vida Consagrada y Sociedades de Vida Apostólica, cuya misión parece ser que dejen de existir a medio plazo los Institutos de Vida Consagrada y Sociedades de Vida Apostólica, a juzgar por su trayectoria.
Nos dice Braz de Aviz que “el Papa Francisco es un don impensable, porque con claridad, transparencia y simplicidad, nos está dando las líneas a seguir en un momento difícil para la Iglesia, caracterizada por tantos problemas”. Ahora bien, yo puedo estar de acuerdo con que Francisco sea “un don impensable”, pero ni con la mejor voluntad del mundo asociaría con su pontificado las palabras “claridad, transparencia y simplicidad”. Sinceramente, en medio del torbellino que vive la Iglesia, hablar de “transparencia” o “claridad” es algo que solo está al alcance de un adulador no especialmente sutil.
Asuntos como la interpretación correcta del Capítulo VIII de Amoris Laetitia, lo que sabe el Vaticano sobre las fechorías del ex cardenal McCarrick y otros prelados implicados en encubrimiento de abusos homosexuales clericales, y la propia postura del Papa sobre la homosexualidad, la indisolubilidad del matrimonio, la existencia del mal moral objetivo, la posibilidad de que comulguen los luteranos, la existencia del infierno y la inmortalidad del alma, son cualquier cosa menos claros. De hecho, sería endemoniadamente difícil hacerlos más oscuros y confusos.
Añade el prelado que “el Espíritu Santo hoy es más un signo de inestabilidad que de estabilidad: mueve las aguas y nos deja con el agua al cuello porque nos cerramos en nuestras seguridades”. Este, con sus variaciones, es un machacón Leit Motiv de los últimos años; incluso el superior de los franciscanos, en una de las ruedas de prensa del pasado sínodo nos dijo que “la nota característica de la Iglesia es el cambio”.
Roma ha dejado de ser la Roca para convertirse en una ciénaga donde el peor pecado parece ser ese “encerrarnos en nuestras seguridades” contra el que nos predica Braz de Aviz. Si es así, es evidente que se ha entendido al revés estos últimos dos mil años. “El cielo y la tierra pasarán, pero mis palabras no pasarán” no suena precisamente a un elogio del cambio doctrinal, pero parece ser que también eso ha cambiado. Y, como nos aleccionaba hace unos pocos años el superior de los jesuitas, Arturo Sosa, en tiempos de Cristo no existían magnetófonos y no podemos estar seguros de lo que dijo realmente.
Pero, naturalmente, nadie hace su casa en un remolino, y todo el ‘discernimiento’ y toda la ‘apertura’ y la condena a toda ‘rigidez’ apuntan en una única dirección, que coincide asombrosamente con la línea ideológica de la moderna cúpula eclesial. Discernir hacia una forma de piedad más reverente y respetuosa con el misterio es discernir mal, ‘abrirse’ a la Tradición es un modo prohibido o desaconsejado de apertura, y ser flexible en la interpretación del ministerio petrino es un “no, no”.
Porque esa es quizá la mayor paradoja de toda la ‘revolución’ -al Papa nada le gusta más que ser llamado “revolucionario”, según cuenta Scalfari que le dijo- eclesial: que requiere la Tradición para demoler la Tradición. Y es que debemos ser flexibles con toda la doctrina anterior salvo con la que nos obliga a acatar a quien nos pide que seamos flexibles con toda la doctrina anterior.
Ese es uno de los pocos pilares que los ‘renovadores’ no solo están dispuestos a defender con uñas y dientes, sino que es el que usan para llamarnos al orden a quienes asistimos desolados a la sistemática demolición de la doctrina moral de la Iglesia.
Naturalmente, no hay cambios seísmicos, claros y dogmáticos en la doctrina moral, sencillamente porque anunciar tan a las claras que ni eso es perenne es invitar a millones de católicos a cuestionar el primado de Pedro, que está supeditado a todo lo demás. Pero habría que estar ciego para no advertir que, a través de declaraciones ambiguas, nombramientos, ceses, prohibiciones, silencios, gestos y todo tipo de decisiones se está fraguando un “estado de opinión” contrario a la concepción católica tradicional en aspectos tan cruciales como la sexualidad.
Es un hecho comprobable que el Papa ha elegido, promocionado y favorecido obispos y prelados conocidos por su acercamiento al mundo LGTB, como el propio McCarrick antes de que la ley civil obligara a retirarle de la circulación, y su camarilla: Wuerl, Tobin, Farrell y Cupich. También es, cuando menos, desconcertante que el Vaticano impidiera a la asamblea de la Conferencia Episcopal de Estados Unidos votar medidas contra los escándalos, especialmente un panel de investigación controlado por laicos, cuando ha permitido otro tanto y contemporáneamente a las conferencias de Italia y Francia.
Estos gestos, este lenguaje nunca definitivo ni claro, es, sin embargo, entendido a la perfección por los prelados de todo el mundo, que interpretan acertadamente que su futuro profesional puede depender de que traten con comprensión y cariño y, ah, “acompañamiento” las iniciativas más cercanas al ‘lobby lavanda’, y de que se muestren inflexibles con los párracos demasiado ‘rígidos’ en la aplicación del Sexto Mandamiento y sus aledaños morales.
Así, el cardenal Carlos Osoro, arzobispo de Madrid -mi obispo- puede escribir una carta laudatoria saludando el estreno de una obra teatral sobre la vida de Jesús, ’33’, en una de cuyas funciones un actor, ante el público, pide a otro en ‘matrimonio’ y se besan apasionadamente en el escenario. Y ayer informábamos sobre el tuit de los obispos de Inglaterra y Gales recordando una ‘fiesta’ no precisamente litúrgica: el Día del Recuerdo Transexual.
La respuesta de un participante anónimo de esa red social a este último comentario fue un “esta no es ya la Iglesia Católica”, y aunque pueda deplorar su desesperanza, sería injusto censurar su confusión. Porque, me temo, es muy parecida a la mía.
FUENTE: INFOVATICANA