Los imperios son los malos de la película. Del imperio galáctico a los exabruptos de Napoleón o Hitler… El imperialismo tiene hoy una clara carga negativa, si bien aquello tiene más que ver con el fenómeno del Colonialismo británicoo francés que con el verdadero «milagro» de los imperios al estilo del romano o, a su modo, de la URSS o la Unión Europea. Los auténticos imperios sirven para abrir caminos, puestos comerciales, universidades, hospitales y toda suerte de estructuras para unir bajo una figura supranacional a muchos pueblos que, viviendo a pocos kilómetros, no habían interactuado nunca entre ellos. Solo los imperios que han traído prosperidad con ellos han sobrevivido en el tiempo. Y solo ellos pueden llamarse imperios.

Creadores contra depredadores

Fue el filósofo Gustavo Bueno el que puso énfasis en diferenciar entre estos imperios generadores y los colonizadores (depredadores). Esto es, la diferencia entre los imperios que, como el macedonio, el romano, el carolingio o el español, exportaban allí donde iban sus tecnologías (políticas, lingüísticas, culturales, económicas, mercantiles, religiosas, etc) y hacían partícipes de su empresa a la población; frente a los depredadores que, como los británicos, los franceses, los holandeses o los portugueses, no solo no compartían sus avances, sino que los usaban en exclusiva para exterminar la realidad que habitaba en el territorio intervenido. «Un rasgo fundamental del imperio depredador es el de no mezclarse jamás biológicamente con la población aborigen del espacio ocupado, algo que ha caracterizado puritanamente al imperio inglés, que colonizó Norteamérica “en familia”, al viajar los colonos siempre con sus esposas, y mantener en reservas, recintos o guetos a la población nativa».

Es por esta razón que los viajeros franceses e ingleseses que pasaron en tiempos de la Ilustración por tierras americanas del Imperio español quedaron horrorizados de que los agricultores de allí pagaran menos impuestos que algunos agricultores españoles. O que algunas ciudades del continente, como Lima o la ciudad de México, fueran de una magnitud y una modernidad superior a las principales de la Península ibérica. Para aquellos viajeros, como para la sociedad europea de la época, las colonias solo eran un vehículo para hacer más rica la metrópolis; mientras que para España, como para el Imperio romano antes, todo formaba parte de una misma entidad y tanto daba ser español de España que ser español de América.

Que algunos españoles americanos vivieran mejor que los peninsulares solo era una muestra más –a ojos europeos– de la anomalía en la que había devenido el Imperio español. Claro que las verdaderas causas del declive no eran esas, sino precisamente la presión de otras potencias extranjeras y el propio desgaste interno que sufren tarde o temprano todos los imperios. Desde que Cristóbal Colón llegara a América en 1492, hasta la gran explosión que supuso las emancipaciones del siglo XIX, transcurrieron más de tres siglos de éxito y prosperidad. En tanto, los experimentos depredadores de Portugal, Holanda, Francia o Inglaterra naufragaron en poco tiempo.

Los imperios comerciales de Portugal y Holanda, que no crearon ninguna universidad durante su presencia en América y en Asia, se apagaron a la misma velocidad con la que habían surgido. Francia, por su parte, trató de crear un imperio americano en lo que se llamó la Luisiana francesa, pero a causa de su escaso desarrollo demográfico y de su debilidad, el proyecto se deshilachó tras la guerra de los Siete Años. Del mismo modo, las colonias inglesas en Norteamérica protagonizaron un pobre desarrollo demográfico y una asfixia fiscal que impidió el despegue económico de esta región hasta que, tras la guerra de Independencia, la inmigración europea inyectó de energía el proyecto de los EE.UU. En 1775, las 13 Colonias tenían menos de 2,5 millones de habitantes, que crecieron hasta los 8,5 millones en sus primeros 42 años de independencia.

En el momento de la independencia era el territorio hispánico el que contaba con las ciudades más pobladas y con las mejores infraestructuras del continente

Lejos de lo se quiere suponer del éxito de EE.UU, no fue la herencia británica, sino su salida del continente lo que dio lugar a la gran potencia que es hoy. En paralelo a la explosión demográfica, las 13 Colonias lograron en sesenta años multiplicar por ocho su superficie con la compra de Luisiana y Alaska, la incorporación de Florida y la anexión de gran parte de México por el tratado de Guadalupe Hidalgo.

Tampoco es preciso ni justo atribuirle al paso del Imperio español el declive económico del sur de América. En el momento de la independencia, era el territorio hispánico el que contaba con las ciudades más pobladas y con las mejores infraestructuras del continente. Hacia 1800, la ciudad de México tenía 137.000 habitantes y Lima, Bogotá y la Habana superaban los 100.000; en tanto, Boston, una de las más pobladas del territorio anglosajón, no pasaba de los 34.000. El declive en todas las facetas económicas se desencadenó a partir de 1830. Culpar a España de aquella caída sería como culpar a Roma de todo lo malo que pudo venir con la Edad Media.

De ahí la dificultad de comparar el Imperio español con el Imperio británico como si fueran fenómenos análogos. Como recuerda Elvira Roca Barea en su libro «Imperiofobia y Leyenda Negra» (Siruela), los historiadores han insistido en esta comparación entre norte y sur, «confundiendo el final de un imperio con el principio de otro, y explicando lo que pasa hoy (EE.UU. es rico, mientras que el sur es pobre) por lo que pasó hace 300 años». Y es que los españoles llegaron a América en 1492, y en cincuenta años conquistaron más de 15 millones de kilómetros cuadrados; mientras que los prófugos del Mayflower arribaron en 1620, y 150 años después el territorio que podían considerar suyo era como España aproximadamente.

El primer Imperio británico fracasó en menos de 150 años, como también lo hizo el francés y el holandés, por aplicar la receta contraria de la española: los ingleses no fueron capaces de generar prosperidad allí donde iban. Su control se basaba no en la prosperidad, sino en el control militar y en la depredación de recursos. Según la Quartering Act, quedaba determinado que las colonias británicas debieran financiar el mantenimiento de un ejército permanente de 100.000 hombres, mientras que en la América española, veinte veces más grande y mucho más poblada, el número de efectivos no llegaba a 50.000.

De su fracaso, Inglaterra aprendió grandes lecciones para la fundación de su segundo imperio colonial (curiosamente, la historiografía dibuja al Imperio británico como parte de una misma y exitosa historia) en torno a la conquista de la India y de grandes partes de África. Tras pasar en 1857 los territorios de la Compañía Británica de las Indias Orientales a manos de de la Corona (1858), la Reina Victoria fue proclamada Emperatriz de la India Británica en 1876 y, en poco tiempo, Ceilán (la actual Sri Lanka) y Birmania se unieron a la lista de territorios británicos en Asia. Este segundo imperio creció rápidamente hasta ocupar una cuarta parte de las tierras del mundo y fue el hogar de una quinta parte de la población mundial. Un éxito tan grande como efímero. Desde la coronación de Victoria hasta que Inglaterra abandonó el subcontinente de la India, en 1947, pasaron apenas setenta años.

Porque en cuestión de imperios, la duración es tan importante, o más, que el tamaño alcanzado.

¿Cuál ha sido el imperio más grande?

1. El Imperio británico (segunda etapa tras las pérdida de las 13 Colonias): 31 millones de kilómetros cuadrados.

2. El Imperio mongol: 24 millones de kilómetros cuadrados (mediados del siglo XIII).

3. El Imperio ruso: 23 millones de kilómetros cuadrados en 1913.

4. El Imperio español: 20 millones de kilómetros cuadrados (en torno a 1790).

En datos recogidos por María Elvira Roca Barea en su obra, detrás de estos cuatro imperios vendría el Imperio Maurya, el Imperio aqueménida, el Imperio chino de la dinastía Qing (1650), el Imperio chino de la dinastía Yuan (1270), el segundo Imperio colonial francés (1880), el Imperio abasida (siglos VIII-XI), el Imperio chino de la dinastía Tang (siglos VII-X), el Califato Omeya (661-750); el Imperio portugués, el Imperio Rashidum (632), el Imperio brasileño; el Primer Imperio colonial francés; el Imperio japonés (1938); el Imperio chino de la dinastía Ming (siglo XV); el Imperio chino de la dinastía Han (200 a.C.), el Imperio romano con una extensión máxima de 6,5 millones de kilómetros cuadrados en tiempos de Trajano, el Imperio de Alejandro Magno con 5,2 millones de kilómetros cuadrados y el Imperio otomano con 5 millones de kilómetros cuadrados en 1683.

La cifra de los 20 millones de kilómetros cuadrados del Imperio español procede de su momento de maduración, cuando el fracaso colonial de Francia permitió a España hacerse cargo de la Luisiana francesa y de territorios portugueses que, a partir del Tratado de Madrid (1750), ensancharon la posesiones americanas. Claro que, en tiempos de Felipe II, la extensión llegó a ser incluso mayor gracias a los territorios pertenecientes al Imperio luso, si bien aquí hay que apreciar que ambos imperios estuvieron totalmente desvinculados en los sesenta años que duró la unión.

El ADN del Imperio español

Según los términos planteados por Thomas J. Dandelet en su análisis «La Roma española», el Imperio español entraría en la categoría de imperio informal, es decir, aquel que no ejerce un dominio ni político ni militar. Un imperio formado por territorios con sus propias estructuras institucionales y ordenamientos jurídicos, diferentes y particulares, que se hallaban gobernados por los monarcas españoles de la Casa de Austria o por sus representantes. En tanto, su músculo era esencialmente territorial.

La llegada de los castellanos a un nuevo continente en 1492 y los territorios italianos en la órbita aragonesa desde la Edad Media sentaron las bases para la creación de un gran imperio hispánico en tiempos de los Reyes Católicos. Su nieto, Carlos I de España y V de Alemania, aunó desde muy joven un enorme número de coronas y territorios sobre su cabeza. La prematura muerte de su padre, Felipe I de Castilla, le entregó desde la tierna infancia los títulos de la Casa de Borgoña, es decir, los que Carlos «El Temerario» había conquistado por las armas a costa de Francia en todos los territorios que hoy ocupan los Países Bajos. A la muerte de su abuelo materno, y ante la incapacidad de su madre, Juana «La Loca», el joven Carlos recibió los títulos de Rey de Castilla, que incluían la Corona de Navarra y las Indias, y de Rey de la Corona de Aragón, que extendía su poder por Nápoles, Cerdeña y Sicilia. Además, sus victorias en Italia sobre Francisco I de Francia reportaron al imperio de Carlos el Ducado de Milán.

El futuro Emperador Carlos V tenía derechos legítimos porque su abuelo era el anterior titular, pero aun así debió imponerse a golpe de ducados, con oro castellano y de banqueros alemanes, en la asamblea de electos alemanes.

La preeminencia de los reinos hispánicos en esta entidad política estuvo justificada en la dependencia que tenían la dinastía de los Austrias del dinero y las tropas castellanas. No obstante, el trozo más grande del pastel europeo le llegó a Carlos de Habsburgo con el título de emperador del Sacro Imperio Romano Germánico, que obtuvo gracias en parte al oro castellano, en 1520, imponiéndose sobre la candidatura de Francisco I de Francia y Enrique VIII de Inglaterra. El futuro Emperador Carlos V tenía derechos legítimos porque su abuelo era el anterior titular, pero aun así debió imponerse a golpe de ducados, con oro castellano y de banqueros alemanes, en la asamblea de electos alemanes.

Ser Emperador del Sacro Imperio Romano suponía reinar sobre la actual Alemania y Austria (el título de archiduque de Austria le otorga esta responsabilidad), aunque era algo más nominal que práctico, puesto que cada parte del imperio se regía por sus propias leyes y a penas había instrumentos políticos que funcionaran en todo el territorio. Cabe recordar que, lejos de la teoría del «imperio inconsciente», como sinónimo de un imperio nacido de una serie de catastróficas coincidencias; Carlos V halló en los españoles a los aliados perfectos para llevar a cabo su famoso lema «plus ultra» (ir más allá). Frente a otros súbditos menos dispuestos como los alemanes o los flamencos, el Monarca encontró en la Península la mejor de sus herencias dinásticas y el motor de una empresa, ya en marcha, de una dimensión tan grande como la americana.

Su heredero, Felipe II, no recibió la Corona del Sacro Imperio Germánico, que fue a parar al hermano de Carlos, el «español» Fernando, pero formó su propio imperio europeo al sumar Portugal a los territorios italianos y flamencos de su padre. Si bien durante los reinados de Felipe II, Felipe III y Felipe IV se alcanzó la máxima extensión de territorio controlado por la Casa de los Austrias (unos 31 millones de kilómetros cuadrados), hay que matizar que Portugal y sus posesiones se mantuvieron celosamente separadas de las hispánicas. El Rey hacía cumplir su voluntad en Lisboa a través de un gobernador o un virrey, que solían rodearse convenientemente de funcionarios locales. Los oficios públicos se reservaban para los súbditos portugueses tanto en la metrópoli como en su territorios ultramarinos.

 

 

FUENTE: ABC