La Constitución es tan difícil de reformar porque así lo quisieron los constituyentes cuando se esforzaron en blindarla. Para evitar que cayese en el clásico pendulazo español y quedase a merced de la oscilación de mayorías ideológicas hostiles entre sí, los padres fundadores la protegieron como los egipcios a las pirámides: llenándola de cláusulas protectoras contra intrusiones no deseadas. El consenso es la única llave posible; sin él, cualquier intento de revisión se convierte en una trampa. Y aun con un acuerdo suficiente de La élite política, el trámite reformista otorga a la nación la última palabra. Se trata de un procedimiento deliberadamente disuasorio de tentaciones aventureristas, pensado para preservar el texto como última ratio de la democracia. La Constitución es nuestra Arca de la Alianza o, como ha dicho Alfonso Guerra, el acta de paz de las dos Españas.
Por tanto, todo proyecto de modificación debe contemplar en perspectiva larga su recorrido completo. Se necesita primero una mayoría cualificada en ambas Cámaras de tres quintos o dos tercios, y según los artículos afectados puede requerir disolución de las Cortes, elecciones generales y un referéndum. La consulta popular la pueden solicitar en cualquier caso 35 diputados, lo que la pone al alcance de Podemos. Y si hay algo que demuestra la experiencia reciente de otras naciones –Escocia, Brexit, Colombia, etc– es la incapacidad de las clases dirigentes para prescribir el sentido del voto en sociedades que reclaman, ante la crisis de representación pública, una catarsis de descontento. En el mundo de las redes sociales y la opinión fragmentada no se pueden imponer consensos. Y menos uno como el de 1978, que fue del 87,7 por 100 de los votantes y del 58,9 del censo. Al margen del contenido de la posible reforma, un debate ya de por sí arduo y complejo, sería suicida abordar un proceso tan engorroso sin evaluar a conciencia ese riesgo.
Por otra parte, está por ver que las prioridades de la comunidad política coincidan con las de los ciudadanos. Los resultados de las encuestas, en concreto sobre la cuestión territorial, ofrecen margen suficiente para dudarlo. Existe una posibilidad seria de que éste sea un debate artificial, o al menos sobrevalorado, y de que las prioridades de la población se muevan en una escala distinta a la que propone el actual sistema de liderazgo. Presentar el cambio constitucional como una operación taumatúrgica para acabar dejando problemas esenciales intactos es una idea que sólo puede conducir a la extensión del desencanto.
Conviene ir con mucho cuidado. Con un mapa de situación que abarque los desenlaces posibles para prevenir catastróficos errores de cálculo. Y entender con humildad que no va a ser fácil superar el listón de este modelo democrático tan denostado que ha permitido funcionar, más bien que mal, durante casi cuarenta años.
FUENTE: ABC