En los años 50 vivía en Chicago una señora llamada Dorothy Martin que se comunicaba personalmente con alienígenas. En uno de sus coloquios ultraterrenos le fue revelada la fecha del fin del mundo, que acontecería un 21 de diciembre de 1954. Martin fundó una secta, los buscadorianos, y les confió el secreto que ella misma había recibido de boca del mismo Sananda, dios alienígena, una suerte de Jesucristo alien con el que ella mantenía tan amigables conversaciones, del mismo modo que Dolores Ibárruri se hizo tan devota de Stalin como antes lo había sido de la Virgen de la Begoña.

Doña Dorothy era una oradora persuasiva y sus oyentes andaban sedientos de fe, de modo que la secta se consolidó. Algunos de sus miembros vendieron sus propiedades, abandonaron sus trabajos y se centraron en preparar sus almas para el 21-D de 1954: el día en que el platillo volante de Sananda bajaría del cielo para salvar del apocalipsis a sus elegidos.

Llegó el 21 de diciembre. Y lo que es peor: llegó el 22. El mundo siguió girando. En el estudio que convirtió el caso de los buscadorianos en un clásico de la psicopatología social, Leon Festinger, profesor de Stanford, trata de explicarse por qué los seguidores de Martin no se plantaron el día después en su casa con una guadaña para pasarle la factura del fraude. Porque no sólo no lo hicieron, sino que tardaron minutos en encontrar una explicación alternativa que les evitase el doloroso reconocimiento de su credulidad. A propósito de este giro neuronal, eso que Rahola llamaría jugada maestra, escribe Antonio Diéguez: «Los fieles buscadores encontraron rápidamente una racionalización de los acontecimientos que no sólo no cuestionaba sus creencias, sino que las reforzaba: sus oraciones, su actitud receptiva y devota ante la llegada del fin del mundo, habían conmovido a Dios mismo (tal como Sananda se encargó de explicarle a Dorothy Martin) y éste decidió finalmente aplazar el final. La fe de los buscadores en su líder y en sus creencias recibió desde ese día un fuerte impulso. Era la prueba más clara de que tenían razón. Gracias a ellos, a la fortaleza de su fe y a sus plegarias, la profecía no se había cumplido».

Festinger se rindió a la evidencia, por más que esa evidencia desacreditaba la condición racional de nuestra especie -tan sobrevalorada ya por los filósofos griegos-, y describió el mecanismo del razonamiento motivado, por el cual un error ciegamente profesado es inmune a toda refutación. Lo que nació como fe no puede morir por la ciencia. Solamente se transforma en más fe, que crece usurpando para sus redondas ficciones las herramientas narrativas de la razón.

Todas las esperanzas del realismo político se cifran en la experiencia del dolor. El choque con la realidad suena de un modo especial. Como un chirrido que rebota de sien a sien. Cuando se desata el martilleo craneal de la disonancia cognitiva, algunos humanos aguantan el ruido hasta que la conciencia termina de absorberlo y la vida cambia. Pero otros lo que hacen es subir la música para no oír los hechos. «Tenemos el arte para no morir de la verdad», reconoció Nietzsche antes de terminar su vida besando caballos por la calle. «El peor enemigo de un loco es la realidad», murmuró Rajoy hace unos días en referencia al belga errante.

Mientras escribo no dispongo de datos electorales ni remotamente definitivos. Pero sí del fundamental: hay catalanes que han votado a Junqueras y a Puigdemont. Muchos. A todas luces -las luces de la razón-, demasiados. Nutridos por la factoría buscadoriana del argumentario indepe, que jamás se deja vencer por la verdad, encontraron el camino mental para defender con su voto un objetivo desastre político, económico y social sencillamente porque había sido perpetrado por los suyos. Aquellos a los que susurra Sananda.

 

 

 

 

 

 

FUENTE: ELMUNDO