La razón por la que Sánchez insiste en calificar de un nuevo Pacto de la Moncloa el que ayer volvió a proponer en el Congreso reside en el aura de respetabilidad que entre la mayoría de la opinión pública tienen aún hoy unos acuerdos que facilitaron la consolidación de nuestra democracia.
Lo cierto es, sin embargo, que las circunstancias que llevaron a los partidos en 1977 a cerrar los Pactos de la Moncloa (brutal inflación, gran déficit de la balanza de pagos y desempleo disparado) nada tienen que ver con las de hoy, ni su contenido básico (contención salarial y paz social a cambio de avances democráticos) es trasladable a la España paralizada por el coronavirus.
Pero no se trata solo ni fundamentalmente de eso. Se trata de si existen hoy en nuestro país mimbres con los que construir un gran acuerdo para superar la crisis económica provocada por las medidas con las que el Gobierno se enfrenta al COVID-19. Y es que un pacto nacional como el que ayer ofreció el presidente en el Congreso exige dos indispensables condiciones: un consenso mínimo sobre el punto de partida y otro sobre los medios necesarios para lograr los fines perseguidos.
El lío sobre el punto de partida se agrava por momentos: frente a la triunfalista posición que Sánchez mantuvo ayer en el Congreso («Toda Europa llegó tarde, pero España actuó antes»), la inmensa mayoría de la Cámara cree lo contrario: que el Gobierno lo hizo tarde, mal y arrastro.
El último episodio de una gestión calificable como mínimo de manifiestamente mejorable es el trágico debate desatado tras constatarse que los datos de enterramientos de los Registros Civiles indican que los fallecimientos provocados por el COVID-19 superan muy de largo a los contabilizados por el Ministerio de Sanidad. ¡Una vergüenza y una inmoralidad sin paliativos!
Si ese creciente enfrentamiento sobre la gestión de la crisis sanitaria hace poco probable un gran acuerdo para la recuperación económica, la cosa se complica al hablar de las medidas a adoptar para alcanzar ese objetivo: ¿Será posible conjugar el infantilismo izquierdista de Podemos, a quien Sánchez no renuncia a colocar en el centro de cualquier posible pacto para preservar así su expectativa de seguir en el Gobierno, con las posiciones no ya del PP o de Cs, sino incluso con las de la ministra de Economía, que lleva meses enfrentada con Iglesias?
A la vista de tal panorama todo hace pensar que, como la mayoría de las suyas, la propuesta de Sánchez, a diferencia de la de Suárez en 1977, tiene mucho más que ver con la propaganda que con una verdadera política de Estado: su objetivo no sería conseguir un gran acuerdo con la oposición, sino culparla por una negativa que él da por supuesta.
De hecho, aunque con una agenda muy distinta (muerte digna, ley del no es no, reforma del Código Penal), en eso andaba Sánchez cuando despreció las reiteradas advertencias que le llegaron al Gobierno sobre la devastadora gravedad de la epidemia del COVID-19. Y, después, pasó lo que pasó.
ROBERTO L. BLANCO VALDÉS