Este vocacional oficio de columnista que tengo ahora y escribir, ocupan todo mi tiempo. En igual medida e intensidad la otra obligación diaria que debo observar es la de caminar. Ando largos paseos  en cumplimento de una exigente prescripción clínica, cerrando así el círculo de mi agenda diaria. Sobre este supuesto, ¿por qué interrumpí la publicación de mis artículos de ocasión durante todo el mes de agosto tomándome vacaciones estivales, si siempre estoy de vacaciones desde hace años, en sentido estricto? Un error. Nunca había faltado ni una sola vez en mi cita con los lectores. ¿Por qué este año sí? Confundí el objetivo. No eran vacaciones de andar y escribir lo que necesitaba, sino desconectar de esta democracia española prostituida. En definitiva, quería olvidarme transitoriamente de esta política estéril, pero no de lo demás, y eso es imposible.

Cuando tomo la palabra descubro la importancia que comporta la adopción de un compromiso cívico, crítico y activo, desterrando el silencio y la obediencia ciega como norma de vida. Todavía bulle calladamente en mi mundo interior cierto espíritu combativo, y albergo a veces la temeraria esperanza de volver a actuar en la vida pública sin saber cómo, hasta que, repentinamente, se enciende una clara luz que me advierte que ya estoy viejo para ir a las trincheras. Esa luz ha sido la responsable de mi parón agosteño. ¿Por qué entonces sucumbo y no dedico más atención a otros asuntos relacionados con la condición humana?

Este mes de agosto también he aparcado los largos y solitarios paseos por la orilla del mar esperando la salida del sol y he optado por la montaña donde todas las horas del día han sido tediosas y planas, regidas por el chirriante concierto  interminable del canto de las cigarras. He diseñado un itinerario llevadero, evitando los grandes desniveles, pero caminando hacia la nada. He descubierto que los machadianos debemos reconocer nuestra derrota cuando transitamos en agosto por estos “Campos de Castilla”, porque  no es tiempo de melancolías, sino de luz y horizontes azules. Así es que lo dejo escrito con palabras de Alberti: “Si mi voz muriera en tierra, llevadla al nivel del mar y dejadla en la ribera”. 

  El acontecimiento más notable que he vivido en agosto ha sido el de asistir a una boda de postín de las que se llevan ahora y resulta imposible justificar tu ausencia. Si me hubiera rebelado, hoy primer día de septiembre, ya estaríamos divorciados mi mujer y yo. Lleva meses precisando el vestuario, complementos y exornos femeninos en connivencia con sus hijas y no digamos nietas, verdaderas agitadoras en este tipo de eventos.  Los contrayentes eran hijos de dos familias modestas que convocaron a más de trescientos invitados. Seguro que se entramparán con el banquete nupcial y las letras de la hipoteca del piso, su nuevo hogar, deberán esperar. En un restaurante con inmensos jardines y praderas se ha levantado una escenografía como si fuéramos a filmar una edulcorada película de Hollywood y donde han servido una letanía interminable de aperitivos contraindicados para mi salud, y no sé si la “ternera de Kyoto bañada en salsa de sésamo y algas”, o el “congrio con azucenas y vinagreta” posteriores, me han dejado el estómago como una sandía a punto de estallar.

En los tiempos en que debí pasar personalmente por ese trance de celebraciones nupciales, no se llevaba esto. Ni nada parecido. A lo sumo se culminaba con un ritual milenario, hoy en desuso, cuando los contrayentes salían de la iglesia finalizada la ceremonia nupcial. Cada invitado recibía una bolsa de celofán con almendras, llamadas peladillas, y otra de arroz. El blanco místico y puro de la peladilla y el arroz símbolo de la fertilidad y la abundancia, eran vaciados generosamente sobre los novios. Eso sí, los invitados se comían una que otra peladilla y después de eso, cada uno a su casa. Esa noche de nupcias los novios ni siquiera la pasaban en un hotel. ¡Qué va! Estaban ansiosos por llegar a su casica, y estrenar su nueva cama. Eso hicimos mi mujer y yo. Así celebramos nuestro inolvidable banquete nupcial. Un lujo. Nos esperaba una mesa para dos con velas y un suculento pollo de corral asado en horno de leña, junto a la champanera, donde había una botella bien fría de “Non Plus Ultra” de Codorniu. Eso lo preparó un joven chef llamado Raimundo, sobrino de Pepe el del Rincón. La verdad es que comimos poco, teníamos mucha prisa. Después, sí. Durante el trasiego de la noche, poco a poco, el pollo y el cava se terminaron. Ahora el pollo solo es un producto industrial vivo que nada tiene que ver con el pollo mío de entonces, desde que Hoower, en su campaña presidencial, triunfara con su slogan “Un pollo en cada cazuela”.

En los viajes de novios de ahora solo desean ir más lejos que nadie y pagar los hoteles más caros. Solo importa la distancia y el lujo en Bora Bora, Haití o Islas Fiji. El mío fue mucho mejor. Fuimos a Torrevieja, a una casa de planta baja que nos cedieron en primera línea de la playa del Cura. Era Torrevieja entonces un lugar idílico de pescadores con unas playas para cantar las habaneras, donde todos se conocían. Aquellos años del 61 fueron los del esplendor de las habaneras. Muy avanzada la noche, algunas veces, llegaba el mítico maestro Ricardo Lafuente con su orfeón y nos despertaba con su “Torrevieja” y también nosotros dos, tras la reja, cantábamos “eres embrujo, canto de amores” y otras que hablaban del mar, amores y desamores. 

Ya ven que el mundo y la vida es más trascendente, y la política de hoy es una siniestra visión de la que he dimitido durante este agosto, como un respiro. No eran vacaciones de andar y escribir lo que necesitaba, sino contarles historias como las de hoy, tejiendo carambolas narrativas como en un juego de billar.  

 

 

ADOLFO FERNÁNDEZ AGUILAR