GONZALO BAREÑO
Tras el 2 de diciembre, nos hemos quedado todos con la copla de Vox. Llevamos dos semanas centrados en analizar si son galgos o podencos, fachas o populistas, ultraderechistas o antisistema. Pero el asunto capital de estas elecciones, lo que las convierte en un acontecimiento capital de nuestros 40 años de democracia, no es que Vox llegue al parlamento andaluz, sino que el PSOE salga de la Junta. De entrada, hay que decir que es precisamente la irrupción de Vox, y la consiguiente división de la derecha, la que impidió que el derrumbe socialista en Andalucía alcanzara proporciones bíblicas, que habrían tenido efecto inmediato en la legislatura nacional.
Pero el cambio en Andalucía, si se consuma, y todo indica que así será salvo carambola suicida de la derecha, tiene tal magnitud que se trata del eslabón perdido de la normalidad democrática en España. Es la única autonomía en la que no ha habido alternancia. Una comunidad con 8,5 millones de habitantes, lo que la convertiría en el decimosexto país más poblado de la UE, a la altura de Austria y muy por encima de Bulgaria o Dinamarca, solo ha conocido gobiernos del PSOE.
Eso implica que el mero hecho de que se consume el cambio supondrá un antes y un después en la vida de todos los andaluces. Se trata por ello de un momento histórico que el nuevo Gobierno de centroderecha tendrá que gestionar con extraordinaria prudencia. Corrigiendo indudablemente el deterioro democrático que han generado cuatro décadas con un mismo partido en el poder, pero sin arrasar con todo y respetando lo mucho bueno que el PSOE ha hecho en Andalucía, si no quiere convertirse en un paréntesis, como le ocurrió precisamente al PSOE en los tres únicos precedentes de un cambio similar que se han vivido España. En Cataluña, tras 23 años de Gobierno de Jordi Pujol, el PSC renunció a acometer un cambio y asumió las tesis nacionalistas, con el resultado de que el nacionalismo regresó pronto al poder y el PSC entró en una crisis de la que no se ha recuperado. En el País Vasco, el atávico complejo del socialismo vasco respecto al PNV llevó a que en 1986 renunciara a presidir el Ejecutivo autonómico pese ser el partido con más escaños y a que en 2009, tras ser nombrado lendakari gracias a los votos del PP, Patxi López se dedicara a denigrar a los populares y renunciara a un cambio real en Euskadi echándose en brazos del PNV que, lógicamente, recuperó el Gobierno a la primera. Y el tercer precedente es el de Galicia, donde sucedió exactamente lo contrario. Aunque el socialista González Laxe gobernó entre 1987 y 1990 tras una moción de censura, el PSdeG llegó al poder tras 15 años seguidos de Gobierno de Fraga de la mano de un bipartito con el BNG. Y cayó en el doble error de querer enmendar todo lo hecho hasta entonces por los populares y de instaurar dos gobiernos paralelos, que solo consiguieron que el PP regresara con más fuerza de la mano de Feijoo. Casado y Rivera deben tener la inteligencia de afrontar una regeneración profunda en Andalucía, pero mediante un cambio tranquilo ausente de todo revanchismo, que es lo que plantea Vox. Y conformar también un Gobierno sólido, y no dos que compitan entre sí.
Los barones socialistas fuerzan el viraje de Sánchez
Una vez que Pedro Sánchez ha destruido todos los puentes posibles con una fuerza como Ciudadanos, su única posibilidad de gobernar en España pasa por recuperar para el PSOE todo el voto de izquierda que emigró a Podemos. Los barones autonómicos lo tienen claro, pero el líder socialista, mal aconsejado, se resiste a aceptarlo. Una cosa es sumar los votos del independentismo catalán para una moción de censura contra Rajoy, que tuvieron que tragarse los barones críticos, y otra muy distinta que Sánchez fuera investido presidente gracias a los votos del secesionismo catalán y de Bildu, lo que provocaría un cisma en el PSOE. Sánchez ha iniciado por ello el viraje, pero puede que sea tarde.
Iglesias reniega de su pasado para evitar el naufragio
Si difícil lo tiene Pedro Sánchez para convencer al electorado socialista moderado de que su enésimo giro político es el último, peor lo tiene Pablo Iglesias para persuadir a esa misma izquierda no dogmática de que lo suyo es una caída del caballo real, y no otro conejo sacado de su chistera para frenar el progresivo declive de Podemos y sus confluencias. Iglesias no llega a reconocer errores porque eso es algo que no va con él. Pero escucharle decir en el Senado que «no comparte» algunas de las loas que hizo hace poco al régimen de Maduro, o decir con media sonrisa que siente «vergüenza» por sus pasados comentarios machistas, es la demostración de que ve que su barco se está yendo a pique.
Feijoo debería poner en su sitio a De la Serna por la AP-9
La votación en el Congreso que aprobó el traspaso de la AP-9 a la Xunta, rechazada solo por Ciudadanos, que confirma así que sigue sin entender nada de la política gallega, supone sin duda un avance en una larga reivindicación, que puede sin embargo convertirse en un brindis al sol si, como parece probable, las Cortes se disuelven en marzo o a más tardar en mayo. Aún así, el presidente de la Xunta, Alberto Núñez Feijoo, haría bien en llamar a las cosas por su nombre y admitir que con esta votación se confirma que su compañero de partido Íñigo de la Serna ha sido uno de los ministros de Fomento que con mayor desprecio ha tratado a Galicia. Y que bien merecido tiene su actual situación de parado.