XOSE LUIS BARREIRO RIVAS
Si la historia de la ciencia política refleja una confrontación irresoluble entre dos enfoques, la lucha por el control del poder y de los recursos sociales -como creía Marx-, o el esfuerzo por la creación de un marco social de orden y justicia -como pensaba Aristóteles-, también el PP se distingue por ofrecer dos imágenes contradictorias -«las dos caras de Jano», decía Duverger- que resultan muy difíciles de gestionar para el electorado y para sus militantes: la de una organización zaherida y desgarrada por una larga e intensa ola de corrupción, o la del partido que mejor gestiona las políticas de Estado, y el único capaz de reconstruir nuestra fortaleza política y económica cada vez que las crisis, la demagogia o el populismo nos dejan a los pies de los caballos.
Precisamente por eso, porque tiene dos caras, la imagen del PP se debate entre el blanco y el negro, o entre los que piensan que la corrupción de muchos de sus dirigentes debería llevarlo a desaparecer, y los que están convencidos de que su gestión de la economía y su sentido del Estado debería situarlo de nuevo en el palacio de la Moncloa. Debido a que la memoria colectiva es muy débil, y a que la tragedia de la corrupción del PP es reciente, hay mucha gente que cree que la corrupción y contradicción de sus comportamientos son atributos distintivos del PP, sin darse cuenta de que otros partidos de poder -especialmente el PSOE y CiU- pasaron por idénticas etapas, y que en el momento de perpetrar sus fechorías -al final del felipismo y del pujolismo- también estos partidos sobrevivieron porque se les toleraron los saqueos que hacían por lo bien que habían gestionado.
Hoy nadie duda de que el PP es un partido sistémico; es decir, que es necesario para que el sistema funcione, y que no tenemos, ni a medio plazo se vislumbra, quien pueda sustituirlo. Es cierto que pudo colapsar, imitando el suceso de UCD, en las elecciones del 28A, cuando, afectado por la desgraciada conjunción astral entre los procesos penales, la salida de Rajoy y la avalancha de novatos, obtuvo el peor resultado de todas sus versiones desde 1979. Pero muy pronto se vio, gracias a las elecciones autonómicas y locales, que su magnífica estructura organizativa nada tenía que ver con el tinglado que, con el nombre de Ciudadanos, aspiraba a sustituirlo. Y por eso empezamos a vislumbrar que la historia de su previsible recuperación -paralela a la del PSOE-, coincidirá con la vuelta a la normalidad de nuestro vapuleado sistema.
El PP, que se entregó en cuerpo y alma al craso principio de James Carville -«¡es la economía, estúpido!»-, se asienta hoy sobre un pésimo relato, habla lenguajes trasnochados, y carece de una estética civil que le permita convivir con normalidad con esa mitad de españoles que nunca le van a votar. Pero todos sabemos que el peligroso estrés político y económico al que estamos sometidos no va a tener completo remedio hasta que -cuando el respetable lo decida- volvamos a pasarlo por el riguroso tamiz del PP.