Un batallón de elefantes discurrió este lunes por el Congreso de los Diputados. Pero de todos los colores. Parecían desbocados, desde el hemiciclo, citados por diferentes partidos y con diversos propósitos, hasta la habitación del pánico, que no se sabe muy bien dónde estaba y quién manejaba su llave. La metafórica expresión se usa para evidenciar una verdad o un problema enorme, colosal, que algunos pretenden obviar, por interés o ceguera ideológica.
El primero que rescató la alegoría del elefante fue Pablo Casado para apuntalar el mensaje de que estaba en una sala anexa, atado con un lazo amarillo, esperando para explicitar el gobierno de coalición nonato del PSOE con Podemos, los partidos separatistas catalanes y los que llama proetarras de Bildu. Y volvió a dar por hecho que un Sánchez presidente concedería a cambio, “por debajo de la mesa”, los indultos a los líderes secesionistas juzgados por el Tribunal Supremo, aún a la espera de sentencia. Casado aludió a la metamorfosis de Pedro Sánchez de “crisálida a mariposa” para reprocharle que les exija la abstención como una obligación cuando él, hace tres años, ligó todo su futuro político a aquella máxima contra Rajoy: “No es no”.
Sánchez fue crudo al retratar el panorama real en el que habita Casado y que a veces, por la virtud de los pactos poselectorales locales, parece que no vislumbra en toda su intensidad: el PP ha pasado en siete años de la holgada mayoría absoluta de 186 diputados al inframundo de sus 66 escaños, estuvo a punto el 28-A de perder el liderazgo de la oposición en favor de Ciudadanos y no tiene ninguna probabilidad matemática ni política de conformar un Ejecutivo alternativo al socialista. Su elefante, le soltó al líder del PP, fue la corrupción endémica de su partido.
Sánchez se vino ahí tan arriba que le concedió a Casado la gracia de facilitar la constitución de su gobierno por su propio bien.
Rivera fue sucinto en su análisis: Sánchez oculta en un laberinto secreto del Congreso a una banda de paquidermos de Podemos, separatistas y hasta golpistas catalanes para ejecutar su plan para dividir y alimentar el odio entre los españoles. Sánchez le despachó con la etiqueta de aznarista conservador “reversible, como las chaquetas”.
Parecía imposible que las pisadas de los grandes mamíferos arrasaran más la sabana en que se transmutó el Congreso. Salió Pablo Iglesias y lo desbrozó todo. No se dejó avasallar por ofertas de Ministerios decorativos y reveló el reparto de despachos de los que Sánchez había rechazado hablar: casi todos. Ironizó con las sorprendentes apelaciones de Sánchez a la abstención colaborativa de PP y Cs a unas horas de ¿querer? firmar un Gobierno con él. Requirió respeto, reciprocidad y menos humillaciones. Y le demandó una cura de autoconfianza y arrogancia. Sánchez, que tiene rencor de elefante, le desdeñó como a un “vigilante jurado” de su Gabinete. Y le ofertó que le regalara su abstención, votara con Vox o esperara a su disolución en otras urnas el 10-N: “El mundo no empieza ni acaba con usted”. Vaya par de socios.