Las apuestas arriesgadas son estimulantes porque, de ganar, uno se hace con el premio gordo, pero se llaman arriesgadas por algo: porque si no se gana la pérdida puede ser grande, incluso definitiva. Albert Rivera, con ese arrojo político que ahora da tantos réditos (mírese también a Pedro Sánchez) hizo una apuesta muy arriesgada para hacerse con la herencia política y con el electorado de los populares. Ahora, tras estamparse por segunda vez con la realidad de que el PP es mucho PP para que se le pueda sustituir así como así, Ciudadanos enfrenta la tesitura de escoger lo que quieren ser de mayores. Los próximos cuatro años sin elecciones serán su periodo de maduración en el que o se consolidan como un partido que encontró su propio espacio y se quedó o, por el contrario, repetirán en la derecha el fracaso de Podemos.

El problema es que la ensalada de líneas rojas que Rivera ha ido estableciendo forma hoy una maraña en la que es más fácil enredarse que salir airoso. Si los separatistas eran lo peor de lo peor para Ciudadanos, se comprende que líderes como Luis Garicano, entre otros, propongan frenar la llegada de independentistas a la Alcaldía de Barcelona a cualquier precio, sabiendo que la solución menos incómoda de apoyar al candidato socialista será insuficiente para evitar el peor escenario. Un dilema endiablado que ya ha empezado a corroer a Ciudadanos en la capital catalana. Téngase en cuenta que casi un 70% de votos perdidos respecto a los que obtuvo Inés Arrimadas en las autonómicas es algo más que una anécdota y apunta un mensaje muy amenazante para ese partido en Cataluña.

Negarse a negociar con Vox es otra línea roja que se convierte ahora en trampa. Los de Abascal, muy razonablemente, exigen no ser desdeñados como si fuesen un mendigo leproso de este pacto en el que son la llave para hacer realidad el éxito de la derecha en Madrid que, desde luego, no se sostiene en los resultados de las urnas y sí en la voluntad de Abascal. El PP, plenamente consciente de lo que se juega ya ha hecho lo normal: convocarles a ambos para hablar de pactos, lo que enreda a Rivera con otra de sus fronteras rojas de la que tendrá que zafarse, les guste o no y diga lo que diga Villegas.

La barrera contra los socialistas se levantó con gran aparato para que nadie sospechase de connivencia de Ciudadanos con el PSOE, pero la resistencia del PP a morirse la ha convertido en otro enredo inútil que Rivera tendrá que desatar. No será fácil, pero lo hará más pronto que tarde si quiere aprovechar algún día su todavía privilegiada posición de partido bisagra, que es la única que le queda tras perder la apuesta de ganar al PP. Eso sí: renunciar a Sánchez, a sus pompas y a sus obras, como exigió Villegas, es algo que los socialistas no van a hacer en ningún sitio. En primer lugar porque echando a Susana Díaz Rivera se enajenó el apoyo de todo el PSOE no sanchista al que apela, pero también porque 140 años de partido hacen que en el PSOE convivan no solo familias políticas e ideológicas sino familias de verdad, una identidad muy trabajada y una militancia rocosa y ferviente, inmune a los vaivenes del marketing político que es la guía de los naranjas.

Si era bueno echar a Susana Díaz de Andalucía, no por sanchista sino por llevar demasiado tiempo mandando y haber creado casi un régimen, se entiende que algunos dirigentes regionales de Ciudadanos, como Francisco Igea, el rebelde de Castilla y León, piensen lo mismo respecto al PP en su tierra, y se entiende algo peor que se quiera mantener a los populares en Madrid tras 24 años muy convulsos.

En definitiva, pasado tan agotador maratón electoral, a Ciudadanos le toca empezar a dejar de jugar a cocinitas políticas y empezar a cocinar política de verdad, con el riesgo de mancharse y quemarse, que son cosas que pasan en todas las cocinas, incluso en las políticas. La rueda de prensa de ayer de Villegas no apuntó a que se hayan dado cuenta todavía de que es así, pero quedan días y todo se andará.

 

 

FUENTE: VOZPOPULI