ANA BERNAL-TRIVIÑO
Llevo meses con la duda de escribir esto. Prometí no contar más de mi vida ni exponerme, pero este tiempo he hablado con mucha gente que me compartió su historia y se lo debo, y porque aún hoy debo soportar juicios de gente que no sabe de mí ni media vida.
Hace diez años que me despidieron en este puente, como a tantas personas nos ocurrió por aquellas semanas. Hace diez años que pedí otro trabajo a aquellos responsables, ante mi carta de despido, porque en casa estaba la amenaza de embargo del banco. No obtuve respuesta. Trabajaba en una televisión local como productora porque de redactora, decían, no servía, y además yo estaba mejor “cogiendo llamadas de teléfono”. Llevaba “papeletas” para aquel despido. Yo sabía que molestaba por protestar por mis condiciones laborales (450 euros por jornadas de 8 o 10 horas), pero en abierto me decían que como no tenía hijos, no necesitaba tanto el trabajo. Mis planes o realidad quedaban en segundo lugar.
Hoy hace diez años que mi jefe no me dijo nada, ni un lo siento ni un adiós. Atrás quedaron semanas de presión en el trabajo, con la intención de que yo misma rechazara y ahorrarse los costes del despido. Recuerdo el consuelo de Javier cuando me dijo que ese no sería el trabajo de mi vida. Recuerdo a Quito ayudarme con la caja de cartón con mis cosas. Recuerdo que quienes se salvaron de la quema no me dieron ni consuelo. Recuerdo a otro jefe decir que en seis meses me llamaría (aún espero). Recuerdo llegar a casa, ver a mi madre llorar y yo entrar muda hasta la habitación. Recuerdo querer estar sola y tampoco saber hacia dónde tirar. Sentía vergüenza. Me sentía un fracaso.
Mis padres nunca me educaron como niña rica porque nacer en un barrio obrero te hace tener los pies en el suelo, ni echar de menos nada. Pero lo que no pensé nunca es que desde antes de aquel despido iba a vivir con tiras y aflojas, donde aprendí el valor que tenía la barra de pan y el miedo a perder el techo. Con miedo a perder lo básico y lo que construye la dignidad de la persona. La violencia económica es silenciosa, y excluye, y aísla y he visto hasta cómo mata. Mi única tabla de salvación fue estudiar, estudiar y estudiar en la pública (y trabajar y trabajar y trabajar) aún más siendo mujer, como decía mamá, para no depender de nadie. Yo lo hice. Llegué trabajando y estudiando lo más lejos que pude… lo que me dejaron, sin padrinos, ni enchufes, ni partidos.
Aquel despido me pilló con la defensa de mi tesis doctoral, cuya impresión y encuadernación ya no me podía pagar. Años antes tampoco tenía ni Internet, así que gran parte la hice en un locutorio por las noches cuando salía de trabajar. Luego vino escribir libros, que algunos se publicaron, y otros se quedaron en el cajón. Vino que cerrara mi grupo de investigación con los recortes de Rajoy. Vino recortar mi curriculum porque me decían que estaba demasiado cualificada, que eso no servía de nada, y que el cum laude de la tesis lo colgara en la pared. Vino la cola del paro. Y luego vino agotar el subsidio de desempleo.
Mis obsesiones eran pagar las facturas y pagarme la vacuna del único tratamiento que me permitía comer, porque desarrollé una alergia que me impedía ingerir de casi todo. No quería perder dignidad, no quería pedir dinero, y aún así tuve unas hermanas a las que les debo todo, y mis padres. Una familia que estuvo como podía cuando todo estaba torcido.
Ya sin nada, miré irme a México. Cuando tenía aquella beca solicitada, llegó el cáncer de mamá. Acababa de empezar a colaborar en un diario donde solo cotizaba por días sueltos a través de una cooperativa, porque no me daba lo que recibía ni para el autónomo. Recuerdo estar concentrada en aquella sala de espera, volcando una entrevista que había hecho a Pablo Iglesias, y quedarme sola hasta que me dieron la noticia. No me podía ocurrir nada más. O eso pensaba. Tita, mi segunda madre, murió justo dos meses después. Y un año después, apareció un segundo cáncer en mamá. Para entonces, en mi vida, solo estaba ella. Ahí supe lo que era su trabajo en casa. Luego, incorporarme al mercado laboral desde Málaga fue un infierno. Como pude, empecé otras colaboraciones, en prensa y en la universidad. A veces, trabajos esporádicos. Y luego, cuando la cosa se complicó, terminé escribiendo libros para bodas y vendiendo tazas o libretas con mis dibujos y textos.
Lo poco que hacía de periodismo también me servía de salvavidas y consuelo. Encontrar otras historias peores, a veces, era una terapia porque tomábamos conciencia de que no éramos nosotros, sino que era el sistema. La capacidad de resistencia de la gente es admirable. Y de las mujeres obreras, de las obreras del hogar, el doble y el triple.
¿Qué aprendí de estos diez años? Que estamos en nuestra vida como en una noria en la que, a veces, nos dejan sentarnos y llegar arriba y, otras, ni arranca o se para en seco. Y que nos arrebataron el sentimiento de clase para dejarnos a la deriva. Un salvavidas fue aprender de los demás, leer a mi Federico y escuchar música. Cada día me ponía una canción que hablaba de resistir y de que el sol saldría. A veces me lo creía, pero la realidad me daba una bofetada.
Creo que en estos diez años me ha cambiado la cara, mi semblante. Y no tolero que vengan a darme lecciones quienes no saben lo que he vivido. Veía mi vida parada en el tiempo, justo en esa época en la que debes empezar a “crecer”. Aprendí a estar sola. Cuando nadie responde y solo llega el email de la óptica que felicita la Navidad o el cumpleaños. Por eso no podía perder a mamá, porque era la única que me entendía cuando nadie lo hacía.
Si algo definen estos diez años es pérdida de salud y agotamiento. Y aún, a día de hoy, sigue. Agotamiento de promesas, de “echa a esta plaza” pero luego no, de salidas que se cierran, de “vales mucho” y “eres estupenda” pero “trabaja gratis”, de “era para ti, pero ahora ya no”, de “hemos cambiado de criterio”, de crear esperanzas en falso, de pensar planes B, de no saber hacia dónde ir, de que me tomen el pelo, de que me mientan, de callar por miedo, de no saber en quién confiar, de palabras huecas… Agotamiento de 120 meses, 521 semanas, 3652 días, con sus más de 31 millones de segundos en los que sonreír cuando no quieres, en los que decir que todo va bien cuando no, en los que hacer como que no pasa nada, en los que pelear por el pan de los míos y de olvidarme de las rosas.
Ahora tengo una buena racha para lo que he pasado antes, pero sé que un día esto acabará con una mano delante y otra detrás, cuando no esté nadie ni me busquen. O, al menos, ahora quiero estar más prevenida. No me gusta lo que veo, no me gusta el mundo que creamos y me da miedo dónde podemos acabar.
He perdido charlas de recibir cariño, he perdido regalar en cumpleaños y ver caras de ilusión, he perdido ayudar económicamente a quienes quería, y he perdido libertad. Lo peor: he perdido vida que no volverá. Sigo con la angustia de las facturas y la angustia de enfermar sin saber si tendré dinero para sobrevivir mientras. Creo que el paro y buscar trabajo de forma continua, ante el miedo de que todo es temporal y te falte, hace dejar de pensar en los demás para pensar solo en eso, en buscar. Y eso me rebela por dentro.
Cuando pensé que no podía ir a más, me equivoqué y terminé por no ser yo. No sé cómo. Supongo que el paro y la pobreza, cuando no nos valoran ni pagan como se debe, nos daña la autoestima hasta dejar de querernos nosotras mismas. A veces aparecen personas que dicen ayudarte y vienen a hundirte, como si les molestara ver cuando sacas cabeza. Tendí la mano a quienes querían cortarla. Confié en quienes mentían. El feminismo radical me salvó y empecé a perdonarme y hacerme querer.
Me acuerdo de quienes me ayudaron a salir del fango. Me acuerdo de quienes me clavaron el puñal por la espalda. Y me acuerdo de quienes compraban mis tazas o mis libros autoeditados para que yo pudiera comer. Desde aquí se lo agradezco. Justo a quienes lo hicieron de forma desinteresada, sin pedir nada a cambio y sin intentar, con ello, ganar una confianza con otras intenciones.
Prefiero parar, porque estos diez años daría para escribir un libro y viví situaciones tan dolorosas que no me atrevo a exponer aquí ni quiero revivir. Ahora, que no me sobra, hay días en los que soy feliz pero no tengo a gran parte de los míos para decírselo, y es la rabia que tengo. Ellos vivieron mis peores años.
Mi yaya, en sus últimas semanas me decía: “¡has salido en la tele!”. Ella se lo imaginaba. Meses después, cuando me llamaron de TVE, la yaya no estaba. Tampoco está tita para decirle que he recibido un libro de Pardo Bazán o que he conocido a Carne Cruda o Ana de Miguel. De los vivos, están los que deben. Los egoístas que han dañado y se han apartado del camino, allá con su conciencia, los quiero lejos. Me queda mi familia. Me queda mi madre. La vida sería una mierda si ahora, que me empieza a verme feliz, ella se fuera. Se merece unos años de sonrisas por casi toda una vida de lágrimas. Lo que no quiero es que me vuelva a ver como hace año y medio, que no me vea en paro otra vez, que no me vea sin nada. Ese es mi agobio.
Hoy siento que hace diez años de una Ana que ya no existe, pero hace diez años de una Ana que fue fundamental para que hoy sea como soy.
Me he salvado, por ahora.
Hoy.
Mañana, no sé.
PD: A quienes se suicidaron en esta crisis y a sus familias, mi recuerdo.
A quienes aún no han salido, que resistan, y los llevo en mi pensamiento.
A quienes no tienen esperanza, mi rabia y mi abrazo.
A quienes miran desde arriba, que piensen que algún día estarán abajo.
A los míos, que me ayudan a vivir, gracias.
A los míos que no están… os echo de menos. Mucho.