ADOLFO FERNÁNDEZ AGUILAR

 

Cuando iba antes por las calles y veía un mendigo abatido, o un tullido con malformaciones mostrándome su deformidad a cambio de unas monedas, o a un alcohólico o drogadicto terminal de ojos vidriosos tendido junto al cajero automático, siempre apartaba mi mirada de ellos por dos motivos: uno para no parecerle un insolente misericordioso, ni un ser superior que tenía monedas y ellos no. El otro motivo era por  puro egoísmo encubierto al no querer ver expuesta esa miseria humana. Hoy que escribo tanto hago lo contrario. Miro a los mendigos de frente, igual que a los tullidos deformes y a los autodestruidos por el alcohol y las drogas. Los miro respetuosamente de frente, para que al responderme con su mirada yo pueda ver qué piensan de mí, qué sienten ellos, qué opinan sobre este mundo mío viéndome limpio y trajeado camino de mi casa, donde comeré, me ducharé y dormiré mientras que ellos continuarán ahí durmiendo en la calle.

Escribo tanto sobre las mentiras y engaños propagados por independentistas y populistas, especialmente cuando descalifican en su globalidad logros verídicos constatados sobre el pasado reciente español y niegan las conquistas sociales de entonces que hoy serían inalcanzables; obras públicas e infraestructuras hidrológicas gigantescas que vertebraron España, y cuando menosprecian constantemente a la propia Transición que nos salvó del cataclismo y del enfrentamiento de las dos Españas. Esto me empuja a insistir dejando escrito mi testimonio vital sobre cuanto aconteció en la segunda mitad del siglo XX, porque yo estaba allí y lo vi, o participé y por si puede ayudar a alguien a entenderlo mejor el día de mañana.

Así es que cuando describo hechos y acontecimientos, a veces me he de presentar como protagonista y otras como testigo, pero procurando hacerlo siempre desde una discreta posición memorialista. Qué hacer con nuestros recuerdos es la pregunta que me estoy formulando en estos últimos tiempos y a la que pretendo dar respuesta ahora mismo. Debo escribir como individuo, testigo o protagonista de acontecimientos históricos de una época. Narrar mi propio recorrido vital, pero expresado en su dimensión pública y colectiva.

Antes no escribía, hablaba. Describía las cosas a viva voz dándole salida así a la memoria oral, ejerciendo mi viejo y vocacional oficio de locutor de radio. De modo que era una narración fluctuante hacia delante o hacia atrás, y esa oscilación mecía los recuerdos hasta el olvido, mientras que ahora, al escribir tanto, fijo y perpetúo los recuerdos una vez que he reflexionado sobre los hechos acaecidos. De esta forma es como he asumido mi obligación de narrar lo que ocurre como un ejercicio de memoria colectiva de mi tiempo, y así lucho abiertamente contra las posverdades, ahora que imperan las mentiras. Estoy librando una batalla que tiene su origen en el dilema del poder de la palabra contra la palabra del poder. De eso es lo que escribo, del sentido y valor de las palabras. 

Vivo también un tiempo de balances con cierta paz y ánimo de seguir activo y vivo, pero no puedo evitar el sentimiento de haber dejado cosas sin hacer o decir. Sin embargo, no me lamento. No pude realizar todos mis sueños, pero otros muchos sí colmaron y desbordaron mi vida en exceso. Hay días en que, pese a mi empeño, tengo pocas que decir, y sin embargo siento la necesidad urgente de contarlas, de escribirlas.

Es entonces cuando resucita el pasado en primera persona con la presencia de la sombra de la mortalidad y reconozco en mí mismo los deterioros e incomodidades que acarrea la edad avanzada. En ese momento crucial de la escritura es del que debo huir vertiginosamente sin mirar atrás. Cuando albergo la sospecha de que empiezo a tener más recuerdos que amigos vivos y mirando alrededor me siento como un extraño, suelto rápidamente el bolígrafo, me levanto de la mesa, recojo los folios y corro hacia el frigorífico donde tomo unos cubitos de hielo que deposito en un vaso junto a un estimulante licor para recuperar la alegría de vivir. 

Cuando escribo soy muy autoexigente. A un solo artículo debo dedicarle varios días. Selecciono temas, investigo y después hago borradores previos, escribo, rompo, reconstruyo o guardo. Muchas veces incorporo recuerdos personales, vivencias propias o de otros. Todo mezclado. Es por eso que no cuento mi vida, sino la de todos. No son datos biográficos estrictos, sino que pertenecen a la memoria colectiva. Lo hago así para que no se olvide cuanto acaece en mi entorno, que es el mismo de todos, y para que mi propia experiencia personal pueda servir para algo. 

Es decir, suelo contar historias verdaderas, temas de reconocido interés público, sin teorizar y otras veces con trazos autobiográficos para reforzar la propia historia común que narro. Si son de política siempre me llevan hasta la Transición y es entonces cuando resalto comparativamente la frescura política de aquel tiempo frente a esta farsa democrática que vivimos hoy, y sin quererlo, esas críticas adolecerán de cierto acento melancólico.

Durante media vida he vivido sometido a una dictadura, así que sé con exactitud lo que era aquella y lo que me da la democracia. Sé muy bien lo que es la censura y la libertad de expresión. Sé lo que hay que pagar con una u otra. Hoy mismo, en muchos lugares del mundo, por hacer lo que yo hago, matan o encarcelan a muchos periodistas por contar lo que está pasando, como hago yo. ETA lo ha estado haciendo hasta hace cuatro días. Escribiendo tanto, definitivamente he descubierto por qué es tan trascendente para mí escribir. No escribo para estar activo, sino que escribo para sentirme vivo.