JUAN CARLOS ESCUDIER

 

Más allá de que uno sueñe con Granada, de que la bahía de Almería sea un inmenso coral o de que Sevilla tenga un color especial, lo de Andalucía no es normal se mire por donde se mire. Que, a tenor de las encuestas, y tras 36 años de gobiernos socialistas la comunidad se disponga a cabalgar a lomos del mismo caballo es una rareza, una excentricidad democrática difícilmente explicable por una sola causa.

Todo sería más sencillo de entender si la longevidad en el poder de los socialistas tuviera correspondencia con una excelsa gestión de los asuntos públicos, pero no es el caso. Andalucía se ha acomodado en el furgón de cola y se ha echado a dormir con las piernas sobre la mesa. Su tasa de paro cercana al 23% es insoportable y su PIB per cápita de 18.400 euros es casi 7.000 euros inferior a la media nacional. Más de cien mil millones de euros de fondos europeos después, la región ha vuelto a reclamar su puesto en la lista de las más pobres de Europa, aquellas cuya riqueza se sitúa por debajo del 75% de la media europea.

Se enfadan mucho los andaluces cuando se menciona el voto cautivo o el clientelismo urdido desde la Junta, aunque sólo un ciego no vería que buena parte del empleo se fabrica desde la Administración, que las subvenciones son un maná que llueve discrecionalmente sobre empresas y sociedad civil, y que ese aceite engrasa una maquinaria de favores a la que no escapan ni las cofradías de la Semana Santa.

Podría pensarse que los socialistas andaluces han sido muy listos, excepcionalmente avispados a la hora de construir esta gigantesca tela de araña de prebendas y canonjías, aunque en este caso los méritos estén repartidos. Sólo con una oposición estulta e  incapaz de ofrecer alternativas creíbles ha sido posible esta singularidad que ni los nacionalismos más obstinados han sido capaz de imitar en sus respectivos feudos.

Llegaba este jueves Felipe González a dar su apoyo a Susana Díaz horas antes de que arrancara la campaña electoral, y se veía obligado a explicar esa insólita permanencia que ha hecho de su partido una fuerza perenne, perpetua, un régimen en toda regla. Según dijo, aceptar la derrota y no la alternancia es la esencia de la democracia. Se trata de una curiosa filosofía que el expresidente sólo aplica cuando le interesa.

La alternancia garantiza algo esencial para el sistema que es el control de los gobernantes y la renovación del aire viciado. Conviene a las instituciones porque previene el anquilosamiento y permite la comparación. No es tan obligatoria como necesaria. Es profiláctica, higiénica y saludable, incluso para los partidos a los que desplaza.

Los andaluces votarán lo que les dé la gana porque están en su derecho. No se trata aquí de estigmatizar al PSOE, pero desde la propia izquierda se alberga la esperanza de que, tras las elecciones, tenga que compartir el poder y otros ojos miren bajo las alfombras y pasen la aspiradora. Es inimaginable la suciedad que puede acumularse tras casi cuatro décadas de indiferencia a la prueba del algodón.