“En consecuencia, sostenemos que nunca se ha mentido tanto como en la actualidad, ni se ha mentido de manera tan masiva y tan absoluta como se hace hoy en día”

(Alexandre Koyré, La función política de la mentira moderna, Pasos Perdidos, 2015, p. 37)

Semana convulsa esta del 10-S. Todo ha estado muy revuelto con las cualificaciones académicas de los políticos. La política en España, más aún con el incendio del independentismo catalán siempre vivo, era ya hiperbólica. La exageración en el lenguaje y en las descalificaciones es mayúscula. No hay sosiego. Ahora no existe ni un momento de paz. La guerra parece abierta. La ignorancia es atrevida y la estupidez vuela por doquier (como ya nos advirtió hace décadas Carlo Cipolla o siglos antes el propio Erasmo de Rotterdam), pero en estos tiempos de fake news al parecer todo vale. Ahora a la hipérbole se suma la política carroñera. Sucia y descuidada. Mientras tanto andamos buscando políticos impolutos en un país de pícaros, rufianes e infractores por doquier: ¿quién se salva? Olvidamos con frecuencia que la política es el espejo de la sociedad.

Las reglas en esta España desquiciada las marca formalmente el Derecho. Pero donde el Derecho no llega, comienza el evanescente estándar de moralidad pública que se pretende aplicar a las conductas pasadas o presentes de los cargos públicos. Como sigamos así se terminará removiendo la adolescencia turbia de algunos o los deslices de la etapa de juventud de otros. Algo se encontrará siempre que pueda destruir la imagen pública de una persona. Y eso que hace décadas no existían las redes sociales. A partir de ahora todo será más sencillo para hacer política destructiva, nunca constructiva (esto no va con nuestro carácter).

Andamos buscando políticos impolutos en un país de pícaros, rufianes e infractores: ¿quién se salva? Olvidamos que la política es el espejo de la sociedad

La ética del gobernante es de ejercicio y, por tanto, interesa especialmente qué hace y cómo lo hace cuando gestiona el poder. Lo pasado puede servir de patrón de comportamiento, pero no determina ni predice el futuro. La ética, como señaló el maestro Aranguren, es siempre in via. Como entre nosotros el cinismo político imperante o, en su defecto, la ignorancia mayúscula, impiden codificar valores y normas de conducta en las instituciones públicas, lo que es éticamente correcto lo define el oportunismo político del momento o las “investigaciones”, nunca neutrales, de unos medios alineados con uno u otro bloque, pues en esto nadie se queda en medio. Y aquí empieza el desbarajuste. Con una simple norma de conducta en el marco de un sistema de integridad sobre las consecuencias de mentir en el curriculum nos hubiésemos ahorrado un sinfín de investigaciones interesadas, tormentas políticas, ríos de tinta y miles expresiones gruesas de palabrería vacua.

Hace algunos meses escribí sobre los másteres, ahora pensaba hacerlo sobre los doctorados. Pero, en verdad, no conviene desestabilizar más a la frágil Universidad española. Bastante tiene con la que le está cayendo. Con tanto oportunismo político y mediático la institución acabará por ser convertida en mero despojo. Al final los propios políticos y los medios que los apoyan se están disparando al pie, cuando no a la cabeza, como luego diré. La institución universitaria, una fábrica de titulaciones hasta ahora de escasa utilidad, corre el riesgo, así, de ser derruida como consecuencia de los pésimos comportamientos de algunos de sus prebostes con moral laxa, cuando no delictiva (rectores, catedráticos, profesores o funcionarios, que de todo ha habido). La ensalzada imagen del mundo académico-universitario se enturbia. Y mejor no seguir escarbando en sus miserias, que no son pocas. Siempre ha habido tesis doctorales excelentes, buenas, regulares y malas. Que nadie se rasgue las vestiduras, pues por la propias y envenenadas reglas marcadas del juego siguen siendo escasos los supuestos en los que las tesis doctorales -más aún si el doctorando “es de la casa” o de los aledaños- no se adornan con la máxima calificación (“cum laude”), aunque ahora el pretendido anonimato “del sobre” permita esconder aparentemente quién ha sido el malhechor miembro del tribunal que ha roto la unanimidad requerida.

No me interesan estas cosas que ahora están en la boca de todos. La sarta de sandeces que he escuchado en los medios estos días (particularmente en las tertulias) sobre los doctorados y las tesis doctorales, darían para escribir varias páginas. El problema no es lo que dicen o escriben, lo grave es el daño institucional que hacen. Y a ello voy con un caso concreto, aunque sea sobre un tema aparentemente distinto.

Se ha llegado a decir torticeramente que a 100.000 empleados públicos vascos se les iba a impedir opinar públicamente contra las políticas del Gobierno

El Gobierno Vasco presentó este pasado jueves la Memoria de la Comisión de Ética 2017, que identifica los casos conocidos por ese órgano durante ese año de acuerdo con las previsiones del Código Ético y de Conducta de altos cargos. Dentro de esa Memoria se incluyen una serie de Conclusiones y la primera de ellas traslada la idea, por lo demás totalmente acertada, de sugerir que -dentro de ese sistema de integridad institucional que está construyendo el Gobierno Vasco- se promueva un Código del Empleo Público que recoja los valores y principios de la institución establecidos en el Código de altos cargos y en la Ley vasca 1/2014 de conflictos de intereses, pero incorporando, previa negociación sindical, unas normas de conducta que fueran adecuadas a las funciones propias de los servidores públicos. La diferencia entre valores y normas de conducta es muy importante, aunque algunos no la entiendan. Al igual que ya ha sido hecho por la Diputación Foral de Gipuzkoa, la iniciativa del Gobierno Vasco es trascendental: con ella se pretenden reforzar los valores y los comportamientos éticos en la actividad profesional del empleo público. Una función pública anoréxica en valores no puede prestar nunca buenos servicios a la ciudadanía. Una institución que no preserve la ética de sus gobernantes y servidores públicos difícilmente puede disponer de calidad democrática, como estudió atentamente el profesor Rafael Bustos Gisbert (Calidad democrática, Marcial Pons, 2017). Y estas son cosas que habitualmente se hacen en las democracias avanzadas (vean por ejemplo el caso del Código de Valores y Ética del Servicio Civil de la Administración Federal de Canadá, un ejemplo, por lo demás, de coherencia y sencillez).

Pero en este país de cínicos resabiados todo el mundo cree que con el Derecho (la Ley) ya es suficiente. Sin embargo, muchas leyes se publican y pocas se aplican. Peor aún, cuando entra en juego el Derecho Penal o el Derecho Administrativo Sancionador el mal ya no tiene remedio y la imagen de la institución está ya rota en pedazos. A ver quién reconstruye la confianza quebrada. Tarea hercúlea. Los sistemas de integridad institucional (y entre ellos los códigos de conducta) pretenden prevenir y preservar la infraestructura ética de las instituciones. Algo que muchos no comprenden o simplemente no quieren ver.

La imprecisión, la falsedad o la manipulación están tomando carta de naturaleza en medios que se mueven en trincheras políticas muy identificadas

Sorprende así que, frente a esa iniciativa pionera que homologa a las instituciones vascas con las democracias más avanzadas, se responda groseramente con una serie de informaciones públicas falsas o meridianamente no contrastadas lanzadas por algunos medios de comunicación. Así, en algún caso se ha llegado a decir torticeramente que a 100.000 empleados públicos vascos se les iban a extender las normas de conducta aplicables a los altos cargos del Gobierno de Euskadi (entre ellas la imposibilidad de opinar públicamente contra las políticas del Gobierno o la de no mentir en el curriculum). Ni cortos ni perezosos algunos sindicatos ya han convocado concentraciones contra esa pretendida mordaza a la libertad de expresión. Lo que provocan las “malas” informaciones. He sido invitado a escribir sobre ello y he respondido de inmediato que esa información es falsa de solemnidad. Una mentira política. Pero su (mal) uso renta políticamente. ¡Qué periodismo (si es que se puede llamar así) tan zafio! Ni siquiera contrasta la fuente. Que se apliquen los valores y principios comunes al conjunto de la institución (como lo ha hecho por ejemplo la Administración Federal canadiense) no quiere decir, en ningún caso, que se trasladen las exigencias de normas de conducta de los altos cargos a los empleados públicos. Mientras unos sean de designación política y otros profesionales del empleo público, la modulación de las conductas y la existencia de códigos distintos está fuera de toda duda por lo que a la función pública respecta, donde la garantía de imparcialidad es una de las notas distintivas de su ADN.

Exijamos, por tanto, más diligencia profesional a los periodistas que se ocupan de estos temas. Si hubiesen contrastado la información a través de la fuente que tenían a su alcance (Conclusión 1ª de la Memoria Comision Etica 2017 DIG(3)), no hubieran metido la pata de forma tan estrepitosa. La imprecisión, la falsedad o la manipulación están tomando carta de naturaleza en diferentes medios que por lo demás se mueven en trincheras políticas muy identificadas. Lamentable espectáculo. Lo realmente triste es lo mucho que padece nuestro ya bastante roto sistema político-institucional. Todos creen a los medios y desconfían del mensaje de las instituciones. Seguimos jugando a la ruleta rusa. Hasta que el tiro definitivo nos levante la tapa de los sesos.

 

 

FUENTE: VOZPOPULI