Nunca podré olvidar aquellos días del verano 1997. Nunca podré olvidar los acontecimientos que me tocó vivir en primera fila por obra y desgracia del nacionalismo radical cuya vanguardia era ETA. Nunca podré olvidar aquel movimiento ciudadano que cambió las calles de Euskadi. Nunca podré olvidar la crónica de una muerte-asesinato-anunciada.

Y han pasado veinte años. Pero los descendientes de la cultura castrexa-celtas, siempre hemos sostenido que el espíritu nunca muere, de ahí nuestras costumbres que se sitúan en el calendario Celta. Y Miguel Ángel Blanco pertenecía a esa raza gallega de la que formamos parte los habitantes de un antiguo Reino situado en el Finisterre, que con su magia justifica peregrinaciones de caminantes necesitados para alcanzar, desde O Monte do Gozo, las Torres de la Catedral de Compostela. Templo Cristiano dedicado al Hijo del Trueno, a pesar de las diatribas que aseguran guarda los restos de Prisciliano, pero que en cualquier caso está rodeada por cuatro hermosas plazas: Azabachería; Quintana; Platerías y Obradoiro. Y algo debe tener ese lugar para que hasta Almanzor lo respetara, y así acampó sus tropas en la robleda de Santa Susana, puso a sus mejores hombres como custodios de la Tumba del Apóstol, y sólo se llevó a Córdoba las campanas para que en la ciudad del califato quedara constancia de su presencia en la Ciudad Santa de Occidente.  
                                                                                                                                                                                                             

Por aquellos años Euskadi era un polvorín. Los secuestros y los atentados se sucedían de tal forma que algunos llegaron a pensar sobre la necesidad de disponer discursos para condenar los sucesos, y así no tener que improvisar. Otros seguían asegurando que la única manera de terminar con el conflicto, en el que siempre mataban los mismos y siempre morían los mismos era, negociar. Algo parecido a los que en este 2017 piensan y recomiendan la negociación con los radicales catalanes. Hoy al igual que ayer, complejos de culpabilidad y falta de entereza, nos podía llevar a confundir los síntomas con la causa de la enfermedad. La enfermedad entonces y ahora era un grupo de agitadores políticos que creyéndose sus propias mentiras habían declarado la independencia como derecho de un determinado pueblo; todo lo demás eran síntomas. Como en medicina, la solución estaba en atajar la etiología.
                                                                                                                                                                                             

Secuestraron a un concejal del PP por tres razones. Les resultó más fácil y menos arriesgado que intentarlo con quienes llevábamos escoltas. Les resultó instrumento de agitación y propaganda para echar más leña a su conflicto con el Estado. Les resultó sencillo conectar con el miedo y la angustia del pueblo, creyéndose que éste pueblo obligaría a sus dirigentes a claudicar.   
                                                                                                                                                                                                         

Aquel viernes por la mañana, reunida la Mesa de Ajuria Enea, Zubizarreta, asesor del Lendakari Ardanza, nos comunica que se ha convocado una manifestación para el sábado. ¡Qué error!. ¡La genta está cansada de manifestaciones y encima un sábado de verano, casi no va a ir nadie!. Recuerdo las palabras de Arzallus. Pero no teníamos ni idea de lo que se estaba cociendo en las raíces del tejido social. Aquella tarde del sábado el gentío en los alrededores de la Gran Vía de Bilbao nos sorprendió a todos. ¿De dónde había salido tanta gente?. Yo tuve la sensación de ir delante en una manifestación dónde la gente nos empujaba. Era el pueblo llano, aquel del que unos y otros hablábamos en el Parlamento Vasco quién por primera vez en la historia del conflicto vasco había tomado la iniciativa. Se habían dado dos hechos que con el tiempo descubrí. Los etarras se habían pasado tanto que el pueblo harto de estar harto había convertido el miedo en indignación colectiva. Aquel muchacho gallego era el símbolo para la revolución al grito de ¡basta ya!.
                                                                                                                                                                                                     

Pero aún me faltaba por ver algo mucho más fuerte. Cuando asesinan a Miguel Ángel Blanco, Ermua explota. Los vecinos que estaban asustados y creían ser únicos en su soledad, miedo, creencias españolas, descubren como los demás de su alrededor piensan y sienten de la misma forma. Y cada una de las rabias contenidas se suman con las del vecino que hasta entonces no se sabía cómo pensaba ya que el terrorismo había logrado instalar en los pueblos de Euskal Herría, la espiral del silencio. Ese silencio que sentimos Ramón Jáuregui y yo mientras caminábamos hacia el Ayuntamiento de Ermua, sin saber cómo iba a reaccionar el paisanaje que tomaba las calles, hasta que de pronto, entre caras descompuestas, alguien gritó. «¡Mosquera valiente!». Y a partir de ese momento supimos que aquella gente discernía perfectamente Constitucionalistas-españoles y Nacionalistas-vascos, a los que en el mismo trayecto insultó y amenazó. Razones por las que ahora entiendo que tras el asesinato del chaval gallego, los nacionalistas dejaron de acudir a manifestaciones y concentraciones; las gentes decidieron tomar por su mano la justicia que hasta entonces se les había negado. Y así, las tabernas de Hb fueron asaltadas, los «valientes gudaris» que siempre nos gritaban ¡ETA mátalos!, bastante tenían con esconderse de la ira popular.
                                                                                                                                                                                                         

En Vitoria, los de Unidad Alavesa, dirigíamos a la muchedumbre. De ahí que Morcillo, parlamentario de HB, me denunciara en sede judicial por promover disturbios callejeros que pusieron en peligro las sedes batasunas de la capital de Euskadi. Pero es que aquellos salvapatrias habían perdido las calles. El pueblo silente, con la imagen de un muchacho gallego había recuperado la dignidad y estaba dispuesto a tomarse la justicia por su propia mano. De ahí que la policía autónomas vasca tuviera que proteger a los que habitualmente eran unos chulos amenazantes y ejercientes de mafiosos capaces de señalar a los que consideraban enemigos del pueblo vasco. Esta vez los enemigos de la ciudadanía vasca eran ellos, y… los llamados nacionalistas moderados, tampoco las tenían todas consigo, probablemente por lo que había en sus conciencias, de responsabilidad, por todo lo sucedido hasta ese julio de 1997.
                                                                                                                                                                                                         

Así nació el «Espíritu de Ermua».  Ese que inspiró a mi amigo Agustín Ibarrola para dibujar como logotipo en forma de faro. Era la nueva luz que alumbraba Euskadi. Era la dignidad promovida por la historia de un muchacho gallego que con su vida daba vida al comienzo de la revolución para sacudirse el matonismo, la tiranía, el terror, la entrega a la Construcción Nacional que compartían todas las fuerzas nacionalistas vascas, frente a unos pocos rebeldes que sentíamos la necesidad de exigir poder ser españoles en las provincias vascongadas, aun con el riesgo de que cada día al salir de nuestros domicilios fuera la última vez que lo hacíamos.    
                                                                                                                                                                                                           

Me gustaría que esta historia de coraje popular sirviera de ejemplo en la actual Cataluña, dónde unos iluminados quieren aprovechas la debilidad del Estado por sus complicidades con la corrupción, para instaurar una República bananera contra la voluntad de los españoles. ¿A qué esperan los rebeldes para tomar las calles que sólo son de la CUP?.

FUENTE: PABLO MOSQUERA, LA TRIBUNA DEL PAÍS VASCO.