La Cuesta de las Perdices ha sido El circus de las novelas de John Le Carré y Smiley, el espejo de los agentes del CNI. Trincaron a Puigdemont en una estación de servicio, camino de su burladero en Bélgica, donde le protege la extrema derecha. Lo han llevado al chiquero que querían, al alemán, aplicando la orden de Llarena. Le han seguido, pegados al rabo durante 40 horas, y se lo han puesto en suerte a la policía alemana.
Ahora, amenazan los del putsch -en el que tanto sufrieron los alemanes- con que Cataluña será un infierno. Llaman a la huelga general republicana, atacan las Casas del Pueblo del PSOE. «Despertem la república«, dicen los Comités de Defensa de la República y la CUP. Los dirigentes de la sedición que aún no están presos dicen que España no garantiza un juicio justo. Queman los retratos del Rey, cortan las autovías, montan concentraciones ante las cárceles y manifestaciones en las Ramblas. Agitan las calles contra la «monarquía corrupta».
Otros alborotan la ternura. El primer acto de la opereta en el Parlament confirma que la política es un juego muy peligroso. Lo de los presos políticos es reciente; antes no había encarcelados por rebelión, se castigaba a los traidores arrojándolos por la Roca Tarpeya en Roma; en otros lugares, se les ejecutaba.
En la república alemana, el delito de atacar la soberanía es alta traición. Los independentistas creían que la DUI era un castellet; ahora comprueban que el quinto intento de proclamar la independencia ha terminado en el ridículo. Lo extraño es que sus seguidores sólo vean en los encarcelamientos la crueldad del Estado. La amargura, la tristeza -con esa psicosis de proximidad-, la manía de no ver más que la versión que les beneficia han sido el retrato sombrío de los separatistas en el Parlament. Mostraron mucha compasión con los familiares de los presos, que no tuvieron inconveniente en desencadenar un frívolo espectáculo con final trágico. La mitad de la Cámara permaneció callada y muda, la otra mitad aplaudía a los familiares. Mucha compasión y poca vergüenza.
El presidente del Parlament, Roger Torrent, con su furor declarativo cada día más talibánico, insistió en que vivimos en un Estado totalitario. Sergi Sabrià (ERC), paisano de Josep Pla -nació en Palafrugell y no comparte las ideas del genio del Baix Empordà sobre la demagogia destructiva de Esquerra, su anarquismo sindical y su caviar- exageró de lo lindo. Dijo que el Estado español se tambalea, ha quebrado y está muerto. «Han encarcelado a dos millones de catalanes. El Estado nos escupió en la cara». Ahora, la democracia tiene que lograr que el fanatismo se agote y que la razón y el Estado de derecho terminen siendo reconocidos.
FUENTE: ELMUNDO