Cuando su delito está relacionado con la corrupción, no existe ningún remilgo que impida vapulear al político profesional incluso con esos escarmientos jacobinos que mutaron como escrache. Otra cosa ocurre cuando el delito dispone de coartada ideológica y de eximentales tales como pretenderse la interpretación de una voluntad popular. Entonces, el político profesional conserva una aureola sagrada por la cual resulta muy difícil imaginarlo degradado durante muchos años a la condición de preso. Operan en estos casos ciertas reciprocidades endogámicas que se concretan en una palabra puesta en circulación por Moncloa en el calabobos de las tertulias: «Indulto». Indulto tan preventivo como las maniobras legales de la vicepresidencia, porque aún no hay ni condena.
Al ingresar en prisión preventiva o al huir, los miembros del gobierno catalán, así como buena parte de la opinión pública, quedaron atónitos porque estaban convencidos de que eso no le podía ocurrir a un político que no robara. Hasta la mano en el cogote de Rato, convocadas las cámaras para que nadie se perdiera el estricto sentido justiciero del Gobierno, resultaba inconcebible en este caso. Pero, ahora, la atmósfera ha cambiado. En cuanto quede resuelto el impedimento Puigdemont, que lo es para todas las partes, el golpe -financiado por el Gobierno a través del FLA- se dará por evitado. Y el independentismo de la siguiente generación volverá a ser una máquina de poder patrimonial -ese «El país es nuestro» del otro Maragall-, de extracción de recursos públicos, y un mero problema político con el que se podrá convivir sin pulsar botones como el del 155. Y entonces, con esa costumbre de armonizar los tiempos políticos con los judiciales, la clase de los políticos profesionales verá innecesarias las condenas largas para golpistas que, por el mero hecho de portar credenciales de diputado en lugar de tricornio, estaban ya en un plano distinto que los golpistas de metralleta y mostacho.
En previsión de todo esto, la campaña de los indultos ya ha comenzado, y no precisamente porque la hayan impulsado las marcas independentistas. El argumento que se usa es en realidad una coacción moral a la sociedad civil española: la democracia, por el hecho de serlo, debe demostrar su generosidad. ¿Por qué? ¿No era tan grave el delito? ¿No era tan hondo el daño infligido a España? ¿Por qué, entonces, esa empatía, esa comprensión, esa impunidad? Tengo curiosidad por averiguar si al PP le funciona la campaña porque de ello dependerá comprobar si ese nuevo sentido de pertenencia a España, disociado del complejo de culpa franquista, que surgió de manera espontánea como reacción al ataque independentista, se convierte en una fuerza moral estable o se disuelve en las perezas y las renuncias habituales. Si ocurre lo primero, si ese nervio de las manifestaciones en Barcelona permanece, el PP seguirá triunfando en su encomiable propósito de autodestrucción.