Fueron 48 horas frenéticas. El 31 de mayo de 2018, Pedro Sánchez defendía en el Congreso la moción de censura a Mariano Rajoy. El detonante, la sentencia del «caso Gürtel», el mayor caso de corrupción que salpicaba directamente al PP. Sánchez y su más cercanos, Iván Redondo, Adriana Lastra, Margarita Robles y José Luís Ábalos –por teléfono porque estaba fuera de Madrid–, tomaron la decisión de presentar la moción. Era el 25 de mayo y cogieron a Gobierno y oposición a contrapié. Rajoy, junto a Ana Pastor, dieron poco tiempo al aspirante para dificultarle la obtención de apoyos. Se fijó el pleno el 31 de mayo. Erraron. El 2 de junio, Sánchez era elegido presidente, con el apoyo de 180 diputados, incluido los cinco decisivos votos del PNV, que días antes había apoyado los presupuestos del PP.
El 3 de junio, Sánchez tomaba posesión y se convertía en el séptimo presidente de la democracia. No había tiempo que perder. En pocos días, Sánchez nombró su gobierno, aprovechando que PP y Ciudadanos estaban noqueados. Tomó la iniciativa y sorprendió con sus nombramientos. La alegría duró poco. Màxim Huerta, ministro de Cultura, tuvo que dimitir por un escándalo con Hacienda. El listón del presidente Sánchez con la corrupción lo dejó contra las cuerdas. La oposición vio la brecha y arremetió contra los ministros del nuevo gobierno. La ministra de Justicia, Dolores Delgado, Innovación, Pedro Duque, y Educación, Isabel Celaá fueron blanco de duras críticas, con reprobación para la ministra de Justicia por sus conversaciones con el excomisario Villarejo. También contra el propio presidente y su mujer. «Siempre ha sido atacado, pero los ataques personales iban más allá de la política. Fue el momento más duro, el más vil», apuntan fuentes cercanas al presidente.
Sánchez se sobrepuso e intentó gobernar. Fue imposible. Sus 84 diputados no daban para sacar adelante sus proyectos y la oposición, con Casado y Rivera no se lo ponían fácil. Tampoco los independentistas, que empezaron a poner condiciones. Puigdemont ordenó acoso y derribo, mientras ERC, para no perder ripio, se sumó a la presión. Los órdagos de los independentistas fueron recogidos por la oposición para no dejar respirar al ejecutivo. Sánchez estaba cogido entre dos fuegos y decidió coger el toro por los cuernos. Meritxell Batet, ministra de Administración Territorial, y Miquel Iceta, líder de los socialistas catalanes pusieron en marcha la operación diálogo recuperando la Comisión Bilateral que había dormido el sueño de los justos durante el mandato de Rajoy. Los resultados, mediocres. A pesar de eso, PP y Cs se lanzaron a la yugular de Sánchez acusándole de vender España. En la otra orilla, los independentistas exigían la liberación de los presos, en un claro insulto a Montesquieu y su separación de poderes.
El presidente se sabía débil y redobló la apuesta: contraatacó. En diciembre, acudió a Cataluña, presidió un acto empresarial convocado por el nuevo presidente de Foment del Treball, la patronal catalana, Josep Sánchez Llibre, para rebajar tensión y lanzar un guiño a la distensión realizando un Consejo de Ministros en Barcelona. Un gesto del Gobierno que fue recibido por los independentistas como una afrenta. Trataron de evitarlo con violencia dejando imágenes bochornosas. Los independentistas, sobre todo Torra y Puigdemont, descubrieron que su peor enemigo era el diálogo socialista. Estaban más cómodos con la mano dura de Rajoy.
A trancas y barrancas, Sánchez iba superando las crisis, incluso aprobando alguna ley, pero con la llegada de los presupuestos se estrelló. Ni la derecha, ni los independentistas, ni Podemos le ponían las cosas fáciles, y el proyecto de presupuestos se fue al traste. Corría el mes de febrero. Un mes antes, Sánchez consciente de la situación ordenó a Iván Redondo planificar una posible campaña electoral, en caso de convocar elecciones. Su mano derecha, preparó el contraataque. El 15 de febrero convoca elecciones y el 21 presentó en Madrid «Manual de Resistencia». Fue el primer acto electoral ante el 28 de abril. Enseñó sus cartas y su estrategia «ante los ataques, contraataques». El anuncio pilla por sorpresa a sus rivales al tiempo que se garantiza el cierre de filas en el PSOE, todavía con heridas no cerradas por las luchas de años anteriores, porque tras las generales esperaban las municipales y autonómicas.
«Ante el ataque, no recular, siempre contraatacar», parece que reza el manual del presidente del Gobierno. Con las elecciones convocadas, Sánchez inicia su contraofensiva con «los viernes sociales». Viernes tras viernes, en cada consejo de ministros, durante febrero, marzo y abril, el gobierno aprueba leyes con amplio respaldo social. La izquierda se plegó a los movimientos, a regañadientes, mientras que la derecha se enrocaba contra las reformas y «daba caña» al Gobierno sobre supuestas cesiones al independentismo. La legislatura entró en una fase bronca; todos se la jugaban el 28 de abril.
Las prisas de Rivera por rematar al PP y la ansiedad de Casado por erigirse en líder de la derecha, amén de líder de su partido, les llevaron a cometer errores. Por la izquierda, Podemos, sumido en continuas crisis, vagaba por los procelosos senderos de la política española. El 28 de abril, Sánchez ganó las elecciones generales. Un mes después, a pesar de la fragmentación del voto, los socialistas se impusieron en europeas, municipales y autonómicas.
El Rey iniciará en breve la ronda de consultas, tras esta semana de resaca electoral, y el jefe del ejecutivo ya está configurando su gobierno y preparando su estrategia. Los pactos municipales y autonómicos marcarán el terreno de juego en la Carrera de San Jerónimo. Sin olvidar, que en Europa el socialismo español lidera la socialdemocracia europea y amasa un acuerdo con los liberales. Todo esto en 2008 ¡Quién lo iba a decir!