Despojada de la fanfarria electoral, la exhumación de Franco debería inspirarnos pereza. Así sucede con las cosas cuya normalidad no se discute. Cuando, dentro de unos días, el cadáver del dictador se eleve sobre el cielo de Madrid, se corregirá una anomalía democrática evidente. Considerarlo de otra forma califica a quienes encuentran pintorescos argumentos en un mausoleo cuya existencia no resiste el mínimo contraste democrático.
Los restos del dictador serán trasladados en helicóptero en un símil perfecto de la secuencia más simbólica de Good bye Lenin. En la película de Wolfgang Becker era la estatua del jerarca ruso la que sobrevolaba el cielo de Berlín ante la mirada estupefacta de esa madre aferrada a un mundo que ya no existía, como tampoco existe aquí el que ha mantenido al tirano todos estos años en esa tumba descomunal, abierta sobre los cadáveres de 34.000 víctimas de la Guerra Civil en una metáfora terrible que también disuelve la exhumación. Entre esos muertos, muchos procedentes de fosas comunes que existían en Galicia.
Es casi retorcido que ningún Gobierno haya tenido el arrojo de resolver hasta ahora la anomalía del Valle en los cuarenta años transcurridos desde la muerte de Franco. Como si esos 40 marcaran un ritmo asincopado con el mordisco histórico de la propia dictadura y sus cuatro décadas ominosas. Retorcida es también la resistencia del prior de la abadía y antiguo candidato de Falange, que, al intentar paralizar la exhumación, nos recuerda por dónde andaban la Iglesia y sus palios durante esos cuarenta años terribles.
Toda la operación costará 11.000 cochinos euros. Muy poco precio para algo de tanto valor.