Liberal y estudioso del liberalismo, escritor y político, José María Lassalle (Santander, 1966) es secretario de Estado de la Sociedad de la Información y Agenda Digital después de haberlo sido de Cultura durante los años de las crudezas presupuestarias. Doctor en Derecho especializado en Locke, acaba de publicar Contra el populismo (Debate) un breve tratado sobre la que considera la corriente política que amenaza los cimientos mismos de las democracias liberales. De hablar quedo y pausado, Lassalle, que gusta del debate público, mira con preocupación creciente el curso de los acontecimientos que se desarrollan en Catalunya y sostiene que pueden ser el vector de una revolución posmoderna que acabe afectando a todas las democracias liberales del continente.

 

¿El conflicto entre populismo y democracia liberal que usted describe en su libro es una traslación al presente de los apocalípticos e integrados de Umberto Eco, que él a tribuía a todas las sociedades occidentales?

 Lo que se está proyectando en primer lugar es una ansiedad colectiva, una ansiedad que nace de la incertidumbre, del malestar, de no encontrar respuestas para interpretar el tiempo que estamos viviendo. Esas respuestas antes las ofrecía el relato de la modernidad, a través de la razón y todo lo que era el discurso ilustrado y que cobraba forma en la institucionalidad democrática tal y como la hemos entendido, como democracia formal, liberal, representativa. La falta de respuestas hace que el modelo de democracia liberal esté siendo cuestionado en la calle y desde la emocionalidad. Es un fenómeno complejo que adopta rostros muy distintos dependiendo de dónde está el eje aglutinante de la tensión social o del malestar, varía según los países, todos de un entorno occidental, desarrollado, europeo y atlántico. En el fondo están reflejando ese colapso de la modernidad que desde la crisis de seguridad que arranca con el 11S ha ido escalando con la crisis económica y que a día de hoy nos coloca ante una especie de apocalipsis feliz como el que describía Hermann Broch y que plantea una solución muy compleja si no viene de la mano de reestablecer mecanismos de racionalidad que eviten de alguna manera una dialéctica que está siendo utilizada, a través de una planificación estratégica populista desde arriba, como mecanismo de control hegemónico. En el sentido más gramsciano del término. Y que en el fondo, responde a formas de desactivación de lo político y de activación de nuevas realidades políticas sin pasar por las urnas. Pasando por la aclamación en la calle, que es un modelo que ya Carl Schmitt en los años veinte planteaba para identificar el liderazgo verdaderamente “democrático”, que era el liderazgo por aclamación. Y ese es el escenario que tenemos delante, un escenario tremendamente complejo, que para la democracia, tal y como la entendemos, no es fácil de gestionar. Porque la democracia no está capacitada para operar de una manera precisa y plenamente eficiente sobre un mundo de pasiones, de sentimientos y de emocionalidad. La democracia nació para desactivarlos, pero cuando aloja en su seno las propias emociones y estas sustituyen a la formalidad de la racionalidad legal, nos abocan a conflictos tremendamente complejos. El sentido de la democracia siempre es respetar y amparar al pueblo, y cuando partes significativas del pueblo cuestionan su propia institucionalidad, los mecanismos de acción y reacción se hacen más complicados y el abismo, la posibilidad de que la violencia y el conflicto, se adueñen de la realidad y crecen de forma exponencial.

El fenómeno de agrietamiento de las bases de legitimidad de la democracia representativa tiene distintas expresiones en el mundo occidental, pero con la excepción del caso catalán ahora mismo, en el que luego entraremos, no ha supuesto subversión de lo institucional. Ni en Grecia, ni en Estados Unidos, ni en Francia, ni en Reino Unido, ni en España. Aunque sé que es usted un pesimista a este respecto.

Un pesimista activo, que diría Raymond Aron. Bien, es cierto, pero es que el populismo no logra sus objetivos de manera inmediata. El populismo desarrolla procesos. Esos procesos tienen un arranque de legitimación como realidad en la calle pero van escalando en su progresión. Tienen definido un vector, que es el cambio de la institucionalidad a través de la articulación de mayorías que aspiran a ser permanentes sobre la base de mantener dentro de la propia sociedad un conflicto también permanente. Ya no se gobierna para todos sino que se gobierna para una mayoría permanente y contra una minoría, que se convierte en la excusa de legitimación de esa mayoría que sustenta el liderazgo populista. Pero luego va a generando un proceso de transformación. Porque el entenebrecimiento de la democracia, el hecho de que esta se ensombrezca de una manera progresiva, como su propia indicación plantea, no es de un día para otro, no es un eclipse que cambie la realidad. Es un proceso y es algo que va a escalando progresivamente. La tensión que sufre la democracia norteamericana o que sufre la democracia francesa o la democracia española, o la alemana o la italiana, no va a suponer que de un día para otro cambie la institucionalidad. Se están inyectando en el relato de la propia democracia las estructuras de legitimación del populismo, normalizándolo. Aparentemente, integrándolo. Pero no dejan de operar sobre el inconsciente colectivo y sobre las obras de la propia democracia. Con ello no quiero decir que sea pesimista a la hora de contemplar la evolución, pero tampoco soy especialmente optimista, porque no pienso que la normalización está desactivando los resortes del populismo. No lo creo. Precisamente lo que están haciendo es introduciendo el populismo dentro de la convivencia democrática, pero no para disolverlo sino para disolver la propia convivencia democrática.

La normalización del discurso de Donald Trump está permitiendo que se digan barbaridades que en otro contexto jamás se habrían planteado. Se está creando la atmósfera para que la sociedad norteamericana interiorice evoluciones futuras que tendrá el discurso político. Y la institucionalidad va resintiéndose. La capacidad del Congreso, del Senado, del Tribunal Supremo, de los propios estados de la Unión, va progresivamente enfermando. Porque es un proceso. Es algo que se vivió, y con ello no quiero establecer un paralelismo directo, con lo que sucedió en la Alemania de Weimar. Pero es un proceso semejante en algunos aspectos. Porque lo que finalmente culminó a partir de 1933 fue un proceso que inicialmente fue adoptando una faz populista, pero que evolucionó en su propia naturaleza hacia el totalitarismo. El movimiento Völkisch, que está en el origen de muchas de las cosas que luego pasaron en la Alemania de los años treinta, nació como un movimiento popular. De alguna manera podríamos traducir Völkisch como un “ensalzamiento de lo popular”, si lo tradujéramos literalmente. Y esa es una de las raíces que acompañan al movimiento populista. Que no es algo inmediato, para eso están las fórmulas revolucionarias practicadas por el comunismo bolchevique, por ejemplo, en la Rusia tardozarista. Lo que aquí tenemos es un movimiento mucho más sutil adaptado a la posmodernidad y que trata de ir generando marcos de normalización referencial. Y es lo que se está consiguiendo. Frente a ello, además, estamos aceptando que las cosas evolucionen de acuerdo con acontecimientos que, en otros momentos cualesquiera, una mentalidad democrática no estaría dispuesta a aceptar porque estaría cuestionando la fuente de legitimidad social de la democracia, que es su propia formalidad, al entender que la vitalidad de la democracia está en el apasionamiento que se experimenta en el espacio público. Y eso, cualquiera que no haya construido su educación sentimental en un videojuego, podrá darse cuenta de que tiene unos riesgos políticos y sociales que la historia, prácticamente desde la Antigüedad Clásica hasta hoy, nos ha ido pautando en la evidencia de una manera inquietante. Y esto es lo que en estos momentos tenemos sobre la mesa.

 

No ha habido institucionalidades imperecederas a lo largo de la historia. Todos los sistemas han cumplido una función y han sido superados por etapas históricas posteriores. De ahí que uno de los asuntos más interesantes del debate político, social y económico hoy es la pérdida del futuro como ideal o brújula. Usted prefiere hablar de crisis del concepto de modernidad. Explíquelo.

Como producto de la modernidad que es, la democracia, que es un fenómeno que nace asociado a las revoluciones atlánticas, tiene una interpretación del tiempo. La Ilustración nació sobre una idea del tiempo que permitía una interpretación del futuro. El futuro era una realidad posible porque ya no estábamos atrapados por un modelo del Antiguo Régimen que trataba de construir un tiempo pasado a través de una arcadia, sino que la modernidad y la Ilustración hacen posible la utopía y por tanto la construcción en el tiempo de realidades que se proyectan vectorialmente hacia el futuro. La crisis de la modernidad en parte es una crisis sobre la interpretación del tiempo porque hace posible, a través de la disrupción tecnológica y los cambios que ha experimentado el mundo en la revolución digital, el tiempo real. Ha hecho posible el tiempo real. No solamente la información que circula a través de los medios está marcada por el tiempo real, por un pantallazo permanente que nos está alertando sobre lo que nos sucede, sino que la política está atrapada también en el tiempo real. En un contexto en el que el tiempo real es el que gobierna la política, la capacidad de respuesta, si uno quiere aplicar los mecanismos de análisis de la modernidad, colapsa. Porque no tienes una capacidad de respuesta inmediata. No puede haberla para alguien que realmente cree en la razón y cree en la complejidad, y considera que todo es complejo y necesita discursos que interpreten, que diagnostiquen correctamente las causas, cuáles pueden ser los efectos, cómo controlar los daños asociados a las políticas o cuáles son las oportunidades que generan esas mismas políticas. Todo eso requiere tiempo, requiere análisis, contraste de opiniones… y hoy en día la política está basada en la inmediatez, en liderazgos en los que la gente siente que no hay decisión salvo la decisión de notar que el político está al lado de ese sentimiento de angustia y de incertidumbre que provoca a tanta gente el día a día y su cotidianidad. Por eso el populismo es un fenómeno tan complejo de desactivar, porque se ofrece como una solución para gestionar el tiempo real. Y opera en el inconsciente de inseguridad, de incertidumbre, de malestar que provoca en la inmensa mayoría de los mortales el hecho de no encontrar respuestas inmediatas a lo que nos está sucediendo. Esa aceleración del tiempo y esa incapacidad de la razón para dar respuesta a las urgencias que nos plantea la realidad más inmediata es lo que está plasmando un escenario de posmodernidad radical, aguda, donde, como decía Shakespeare en La Tempestad, “todo lo sólido se ha desvanecido en el aire”. Y esa arquitectura que se sustenta en lo volátil es la arquitectura que utiliza el populismo para propagar esa sentimentalización trasladando la idea de que no importa que no haya respuestas, lo que importa es que sientas que tu emoción es también mi emoción: No estás solo. Y ese es un escenario que propicia la irrupción del fenómeno populista y probablemente, como analizo también en el libro, la irrupción de un fenómeno que sublimará el populismo: el ciberpopulismo, como una hipótesis de totalitarismo panóptico que puede cumplir las peores pesadillas que Karl Popper, por ejemplo, pensó cuando habló de la sociedad y de sus enemigos.

 

No me ha hablado de la responsabilidad de las propias instituciones en su decandencia. En todo caso, en la medida en que vincula estas transformaciones al cambio tecnológico, ¿en qué medida cree que son irreversibles?

Es un marco tecnológico asociado a una nueva expresión de identidad que es una identidad basada más en lo virtual que en lo corpóreo. El gran debate que tenemos en estos momentos, más allá de los debates que en la superficie de los acontecimientos nos atenazan y preocupan, es el debate sobre la corporeidad de lo humano y su sensibilidad. En el libro lo planteo, una reflexión sobre la necesidad de reivindicar el cuerpo y toda la naturaleza sensible que ha venido acompañando a la humanidad desde sus orígenes y que ha permitido la construcción de las bellas artes, o la construcción de la política democrática con su disociación entre el ágora pública o el espacio público y el ámbito privado o doméstico; todo ello descansa sobre la existencia de una idea de personalidad asentada sobre lo corpóreo, que permitía el tránsito de un espacio a otro, que permitía la capacidad de emocionarse o interpretarse desde una idea de belleza o de pulsión sensible. Y todo eso está realmente en cuestión en estos momentos. Más que el debate sobre la posmodernidad tenemos por delante el debate sobre la poshumanidad, y eso es lo que nos está planteando también el populismo o el ciberpopulismo al que yo me refería hace un momento.

La transformación digital es también una oportunidad, pero lo es en la medida en que seamos capaces de salvar lo humano, en la medida en que seamos capaces de cuidar los afectos, de cuidar nuestra corporeidad, de seguir haciéndola posible en el mundo de hoy. Y sobre todo, en la medida en que seamos capaces de salvar la alteridad, el otro. Que es lo que el mundo digital ensombrece o difumina mediante la desaparición de lo corpóreo. Más que hablar de una realidad aumentada para explicar las posibilidades que ofrece la transformación digital, tendríamos que ser capaces de plantearnos, y esa sería la verdadera paideia, vinculando la Ilustración y el humanismo a la tecnología a partir de la revolución digital, capaces de plantearnos, decía, una humanidad aumentada. No una realidad aumentada sino una humanidad aumentada. Esos son realmente los debates en los que tendríamos que tener localizada nuestra atención intelectual y lo que debería estimularnos porque el problema es que detrás de todo lo que nos está pasando hay un proceso de deshumanización inquietante que nos convierte en objetos sustituibles, intercambiables y, si antes he hablado de una mercantilización política de los sentimientos, hay también una digitalización de los sentimientos. Los sentimientos no se ven y no se palpan y por eso circulan mucho más rápidamente y por eso la gente es capaz de hacer que la convivencia sea más un laboratorio digital virtual que un verdadero espacio de convivencia. Creo que la tecnología es una oportunidad si somos capaces de encontrar el instrumento que la humanice y la convierta realmente en aliada de una nueva Ilustración. Pero eso requiere de un esfuerzo colectivo que en estos momentos las circunstancias nos hacen desatender.

 

Aterricemos en Catalunya: La crisis separatista algunos autores la han interpretado como una traslación a la realidad política catalana del mismo 15M y el movimiento de indignación. Solo que aquí acaba de producirse ese cuestionamiento de las reglas de juego.

Estamos de mitad de un proceso escalonado que no sabes cómo puede evolucionar pero que va adquiriendo cada vez más los perfiles de una confrontación colectiva muy compleja de gestionar desde pautas de racionalidad institucional. Es verdad que no es momento para analizar los errores pretéritos, que creo que nacen de responsabilidades compartidas, pero que en estos momentos han ido proyectando un ámbito, en mi opinión, de responsabilidad sobre la propia salvaguarda de la convivencia, en quienes han protagonizado una alteración de la institucionalidad formal, que el propio Estatut de Catalunya y la Constitución planteaban, y que tiene un arranque en los acontecimientos vinculados a las sesiones parlamentarias que dieron pie a la aprobación de la ley del referéndum y la ley de transitoriedad. Han supuesto una excepcionalidad muy grave que ha dañado la democracia formal y que deslegitima cualquier otro proceso de legalidad ulterior. Pero dicho eso, y no quedándonos en ese diagnóstico que en el fondo es ya un diagnóstico que los acontecimientos han superado, creo que lo que estamos viviendo, y lo que puede seguir viviendo Catalunya, es un escenario en el que el nacionalismo pase a un segundo plano para que el populismo en su expresión más fuerte ocupe realmente el espacio público y se adueñe de la realidad. Espero que no vivamos un paralelismo entre lo que fue París y la revolución de 1848 y Barcelona con lo que puede ser una revolución posmoderna extendida sobre el conjunto de Europa. Porque cuando el 1848 estalló la revolución, al principio fue algo vinculado a la caída de Luis Felipe I, pero después se convirtió en un fenómeno que se extendió por toda Europa porque había una serie de condicionantes que estaban en el ambiente que hicieron propagar el fenómeno revolucionario por todo el continente. Algo así puede suceder en estos momentos, que el fenómeno que ahora mismo es un fenómeno populista que se adueña de la realidad política y de los espacios públicos en Barcelona y en el resto de Catalunya, pueda trascender a España y pueda trascender a toda Europa. Por eso creo que tenemos ante los ojos una responsabilidad todos de medir enormemente cada una de las cosas que hacemos y de las cosas que decimos. Porque la convivencia está en peligro. Y más que la convivencia, el cuidado de esos afectos que nos pueden ayudar a restañar las heridas que ya existen. Si alguien cree que es posible restablecer el ‘nosotros’, y así lo planteo en el libro, debe hacer sobre la base de un diálogo respetuoso amparado por la legalidad. Si la ley no se respeta, no puede haber nunca un diálogo racional.

La ley nace cuando fracasa la política. Y ha fracasado la política en Catalunya. Ha fracasado la política resultante de unas elecciones, en septiembre de 2015. Y el fracaso de la política exige más que nunca el respeto de la ley, porque la ley es el espacio que nos permite la convivencia pacífica. La convivencia se puede romper desde el momento en que son la pasión, los sentimientos y la emocionalidad los que se adueñan de la convivencia. Fiar a la aclamación de los sentimientos en la calle del poder es sembrar el futuro de arbitrariedad. Quien no vea esto no entiende realmente lo que es una arquitectura liberal democrática de convivencia. La emoción no puede ser el soporte del relato si queremos que el relato se congruente, racional y deliberativo y pueda dar pie a una salida. Cuando las emociones son las que marcan el debate hacen muy complicadas las salidas. Evolucionamos hacia lo que en terminología populista se denomina un empate catastrófico, que es ese momento en el que hay un punto de fricción, de una tensión insoportable en términos de convivencia, que la excepcionalidad de la violencia hace que la violencia no sea operativa como parte del relato hasta que en un determinado momento opera inesperadamente, como una espita a través de la que se libera esa tensión y libera el enfrentamiento catastrófico con la victoria de unos sobre toros.

Esa lógica, es una lógica que está pensada dentro de un vector de análisis que está en el pensamiento populista, y en estos momentos estamos haciendo evolucionar los acontecimientos en Catalunya hacia un empate catastrófico. Los empates catastróficos además están asociados siempre a horizontes de oportunidad, que hacen que los sumatorios de malestar que en un determinado momento maneja el populismo como parte de su discurso, superen la fragmentación para que se hagan un relato cohesionado. Y eso es lo que está haciéndose evolucionar también en Catalunya. Y el problema es que cuando se rebasa la frontera que hace irreversible el populismo, como han vivido otros pueblos, el populismo ya se aloja definitivamente como el elemento centralizador de la vida pública. Y entonces ya no hay ninguna salida. Porque si la voluntad mayoritaria que afirma tener alguien en cada momento le habilita a aprobar leyes en tres horas, le puede habilitar a confiscar bienes sin indemnización o a negar derechos a quienes no son afectos… es decir, entramos en una dinámica que es la pesadilla, una pesadilla jurídica que hace imposible la posibilidad del diálogo. Y quienes sentimos que Catalunya es una parte querida, imprescindible de la convivencia del conjunto de España haremos todo lo humanamente posible para ese diálogo siempre esté abierto porque si no, no podríamos entender la convivencia civilizada en Catalunya y probablemente en el resto de España.

 

Ha tocado el peliagudo asunto de la posibilidad de la violencia. Hay quienes creen que el hecho de que haya tres generaciones de ciudadanos de Europa Occidental que no han vivido una guerra, que carecen de aprendizaje de la violencia, es una vacuna.

Hay un libro que me parece fascinante y que deberíamos releer a la luz de los acontecimientos actuales, que es Masa y poder, de Elías Caneti. Cuando hay una concentración masiva, hay poder. Y al poder siempre le acompaña la violencia aunque sea de una manera implícita, en la medida en que el poder es potencia de violencia. La concentración de la masa y la generación del poder requieren la liberación de esta tensión. Es verdad que hay gente que no está educada para la violencia, pero la violencia explícita, la que ha tenido una materialización en la vida cotidiana. Las guerras nos han impermeabilizado, pero no del todo. Porque la violencia es un instinto arraigado en nuestro inconsciente y que está ahí, operativamente, a través del lenguaje, a través de la manera que tenemos de relacionarnos con los otros, a través de cómo explicamos al otro… Y cuando uno se asoma a los tuits que se intercambian, la violencia está explícitada a través del lenguaje. Esa violencia, volviendo a Caneti, es una violencia que se va condensando en un depósito de irracionalidad colectiva que más tarde o más temprano, de alguna forma se liberará. Y se liberará porque la gente está acostumbrada a la violencia, lo que pasa es que no está acostumbrada a los efectos de la violencia. Se piensa que la violencia dialéctica, por ejemplo, no tiene más efecto que ofender al maltratado. Pero la violencia se produce, y quien violenta está proyectando una clara conducta de negar al otro.

Esta falta de educación en los efectos es lo que hace que un determinado momento uno se aproxime al abismo y, por citar a Nietzsche, cuidado con quien se asoma al abismo porque a lo mejor el abismo se asoma a él. Y esto es un poco lo que nos puede suceder: nos asomamos tanto, tanto, tanto a la violencia, que a lo mejor la violencia se asoma finalmente a nosotros. Y no solo des un punto de vista individual, sino también desde un punto de vista colectivo. Cuando no se miden adecuadamente las palabras, cuando una declaración institucional se dicen cosas como las que se escuchan y falta responsabilidad a dos semanas de un referéndum que no puede producirse porque no se ajusta a los marcos de legalidad que nos hemos dado todos, estamos perdiendo objetividad para poder operar de una manera no subjetiva sobre la realidad. Y la realidad la estamos abonando de violencia todos los días y estamos desactivando los mecanismos de institucionalidad que pueden impedir que la violencia vaya a más. Pero ¿qué vamos a dejar en la escala del debate colectivo, que además está siendo estimulado constantemente a través de las propias redes sociales o de los conversatorios que de un modo u otro el mundo digital está generando, la televisión, los debates en los medios radiofónicos, televisivos…? ¿Pero qué vamos a dejar? ¿Qué margen vamos a dejar para un diálogo que no sea el grito o la negación del otro? ¿Qué margen vamos a dejar para que opere la racionalidad y nos libere? Porque en algún momento tendremos que liberarnos del sentimiento de culpa que también estamos acumulando colectivamente. Porque es la violencia, pero también es la culpa. Y volvemos a la lógica del chivo expiatorio, y podemos estar entrando en análisis que tienen más que ver con el estructuralismo francés. Pero cuidado porque estamos generando condensadores de culpabilidad colectiva. Y lo más sorprendente de todo es que pensamos que todo es como una especie de videojuego, donde no tiene ningún coste lo que está pasando.

 

Esto me lleva a una última cosa: Una de las características de esta escalada es que para lo airado de los mensajes que se lanzan desde la política y desde el periodismo, dado lo estridente de esos discursos, sorprende la paz social. No solo la ausencia de violencia, sino la ausencia de tensión social para la escala de lo que ocurre. ¿Cree que es buena salud social o pura frivolidad irresponsable?

No, la gente no es poco consciente de lo que ocurre, es muy consciente. Los intercambios en las redes sociales entre amigos, parientes, familiares en Catalunya reflejan esa tensión. Estos días todos hemos protagonizado en nuestros cauces habituales de comunicación esa tensión, ese miedo, esa incertidumbre, esa sensación de que estamos introduciendo recelos y desconfianzas respecto a aquellos que creías conocer. ¿Cuántos amigos nos han sorprendido? ¿Cuántos parientes nos han sorprendido en el intercambio de comunicación que hacemos de una manera doméstica? Lo reconducimos, porque al final los acontecimientos no nos han llevado a una situación irreversible. Pero es evidente que esto nos ocupa, diariamente, de una manera muy intensa. Y nos estamos negando la posibilidad de dialogar. Porque la inmensa mayoría de las comunicaciones que se están produciendo no son de diálogo, son de reproche. Y eso se está produciendo todos los días. Lo vivo yo, lo vives tú, lo vive todo el mundo que de un modo u otro está conectado con Catalunya. Mis hijas son medio catalanas, su madre es catalana, mis amigos son catalanes, quiero a Catalunya como una parte tan mía como pueda ser mi tierra de origen y esa es una realidad que nos acompaña a diario. Y la conversación que estamos manteniendo es una conversación en la que no puedo evitar proyectar una tensión emocional porque siento profundamente lo que está pasando, no puedo entender lo que está pasando y me duele lo que está pasando. Antes hablábamos de salidas. Hay un problema que complejiza todo esto y es que tenemos que empezar a pensar que los debates que planteamos, sobre soberanía, nación o estado, están muy marcados por una modernidad que está muy comprometida en sus planteamientos. A mí me gustaría que reflexionáramos sobre la idea de nación, no alrededor de una identidad basada en el ser, que es una herencia o del romanticismo alemán o de la revolución francesa. En ambos casos, el ser es identitariamente un concepto vinculado a la esencia, a una esencia normativa, en el caso del pueblo francés, del sujeto nacional francés, y en el caso alemán, tiene que ver con la identidad lingüística, cultural, con esa afirmación del romanticismo alemán frente a la revolución francesa, que ha venido acompañándonos en la construcción de las ideas de nacionalidad desde el siglo XIX para acá. Y a veces, y me gustaría escribir sobre ello, he comentado que el catalán y el castellano como lenguas distinguen entre el ser y el estar.

A lo mejor tendríamos que pensar que la idea de nación, en nuestro caso, es una forma de estar, no una forma de ser. De hecho yo creo que la construcción de España hace cinco siglos, empezó sobre esa base. Y si uno leyera a Julián Marías, su Razón histórica de las Españas, lo remontaría al fenómeno de la Reconquista. Y probablemente España alcanzó su completitud cuando se proyectó en América y gestionó la complejidad que implicaba el mundo americano. Por tanto, a lo mejor lo que está en crisis es el ser, pero se abre la oportunidad del estar. Yo creo que esa es una vía que deberíamos ser capaces de explorar en España, y en la relación de España con América. Porque en el fondo somos herederos de Roma, y el mundo mediterráneo es una herencia romana que en el caso de España adquirió una plasticidad muy superior a la de otros pueblos europeos.

Los romanos concebían la nación desde el estar. Nuestro mundo es un mundo de identidades y la complejidad que plantea el populismo es también la complejidad de identidades individuales que se diluyen por una crisis de su ser, porque el ser se ve agotado, o mejor dicho, excitado por incertidumbres para las que no tiene respuestas desde su esencia. A lo mejor tendríamos que ser capaces de hacer evolucionar nuestra capacidad de pensamiento y comprender que lo más importante de todo es el estar y la convivencia. Lo planteo en el libro, hacia el final diciendo que hay que reestablecer la solidaridad afectuosa del nosotros. Eso es un discurso liberal, es empatizar, como diría Adam Smith en su teoría de los sentimientos: el otro tiene que importarte para que tú puedas existir. Es decir, solo en la dimensión de una comunicación entre sujetos que habitan un mismo espacio, que debe organizarse de la manera más civilizada y democrática posible y que aprecia al otro, se hace posible mi propia realidad y mi propia identidad. Porque si no es una experiencia agotadora. Y en un mundo marcado por el tiempo real y por la identidad virtual, se hace imposible que vivamos con ese bienestar que como decía Russell, debe ser una conquista permanente de la felicidad. Y es que es muy compleja la convivencia si además agregamos a nuestra propia vida y su problemática, la problemática del otro. Y creo que eso es lo que el populismo identifica como su ventana de oportunidad para hacer política, y es lo que destruye la luz de la democracia y hace que la democracia habite en sus sombras. Es lo que estamos viviendo en Catalunya como un horizonte de oportunidad y es lo que puede vivir el resto de España si esa supuesta crisis de Estado a la que va evolucionando la situación cotidiana nos aboca, y puede convertirse en el abecedario de un nuevo relato para toda Europa.

 

Casi como impugnación irónica de lo que acaba de decir: ¿El debate público que ha mantenido con uno de los intelectuales del populismo español, Íñigo Errejón, a raíz de su reseña en Babelia, no es justamente la prueba de que el populismo no supone la negación de la conversación pública y del reconocimiento del otro?

Es un diálogo que tiene un marco de referencia académico, que ha elegido la cultura como campo de debate, pero que, como respondí a la reseña de Íñigo, es un debate con un intelectual orgánico en términos gramscianos: él utiliza la cultura para construir una hegemonía. Es lo que trato de explicar en mi replica. Es un debate intelectual que yo planteo en términos intelectuales pero que él construye sobre la base de una búsqueda de hegemonía que trata de subvertir desde la cultura el marco referencial institucional desde las mentalidades. Y por tanto, él está protagonizando ahí una acción, en términos discursivos, populista, sofisticada porque el populismo maneja desde los registros de la intelectualidad orgánica, como diría Gramsci, maquiavélica, en el sentido conceptual que el propio Gramsci tenía en la cabeza al admirar tanto como admiraba a Maquiavelo, pero que también está con la algarabía, el megáfono y al experiencia más subversiva de calle. El populismo es un movimiento transversal, que aglutina a masas posmodernas, a ese proletariado emocional del que hablo en el libro, y que sabe cómo dosificar y elegir sus mensajes. Yo creo que siempre ganamos todos si los debates son intelectuales, pero mi reflexión está al servicio de un modelo de democracia liberal, de democracia social, de convivencia bajo pautas de modernidad, y el de Íñigo, con todo mi respeto desde el punto de vista intelectual, aunque no desde el punto de vista político, se basa en otras coordenadas y en otros vectores como objetivos finales que están detrás de su reflexión. En todo caso, siempre es mejor ese debate que replicar el modelo de los garrotazos de Goya.

 

FUENTE: LAVANGUARDIA