Hacía cinco años que había retornado a las aulas, que vestía de nuevo bata blanca de profesor. Pero nunca, nunca, nunca dejó la política. Ni la política lo dejó a él. Siempre estaba ahí. Alfredo Pérez Rubalcaba siempre estaba ahí.

—¿Y ahora a quién vamos a llamar? Él era nuestro referente, nuestro médico de guardia, nuestro 112, nuestro teléfono de la esperanza.

Las palabras de un presidente socialista glosaban ese sentimiento de orfandad que este sábado oprimía las paredes del Salón de Pasos Perdidos del Congreso, en la despedida definitiva del exvicepresidente del Gobierno, ex secretario general del PSOE y exministro de casi todo: Alfredo Pérez Rubalcaba (Solares, Cantabria, 28 de julio de 1951-Majadahonda, Madrid, 10 de mayo de 2019). Los dirigentes perdían a un hombre que siempre estaba al otro lado del teléfono, incluso a horas intempestivas, a un conversador infatigable y un trabajador nato, un parlamentario hábil de lengua afilada, un adversario temido y temible, el colaborador imprescindible de Felipe González, de quien fue hacedor de la reforma educativa y al que tuvo que defender en los años duros de la corrupción y los GAL, y de José Luis Rodríguez Zapatero, con el que logró la derrota de ETA. El hombre que logró permanecer vivo durante tres décadas en la sala de máquinas del Estado y que era un maestro del poder, el muñidor de consensos, y el que llegó a asumir las riendas de su partido en el momento del mayor naufragio. El Fouché tenebroso y adicto a la conspiración para sus rivales, una leyenda negra de intrigador y ambicioso que siempre le persiguió.

Diputados, presidentes, colaboradores, desgranaban en estas últimas horas del impactante adiós a Rubalcaba —con todos los poderes del Estado, todas las generaciones de socialistas y dirigentes de otros partidos reunidos para rendirle tributo, y un goteo incesante de miles de ciudadanos de a pie haciendo cola para entrar en el Congreso— que habían conversado con él hacía poco, muy poco.

Felipe González había hablado con él una semana atrás, a propósito de una visita a República Dominicana que el exministro iba a arrancar este domingo para dar un «par de conferencias». Susana Díaz charlaba casi a diario con él. El extremeño Guillermo Fernández Vara había cerrado este martes con él su presencia en el mitin de cierre de campaña de las autonómicas, en Olivenza, para el 24 de mayo. El exparlamentario nacional Ignacio Urquizu le había pillado ese martes mientras veía el fútbol y le indicaba, feliz, que tenía muchos actos programados para los próximos 15 días. Su fiel Elena Valenciano, su vicesecretaria general entre 2012 y 2014, le preguntó el miércoles cómo se encontraba después de haber sufrido una arritmia la víspera, y le recomendó que no fuera a su clase de Química Orgánica, pero él se empeñó, porque ya se sentía mejor y quería acabar el curso. A mediodía ambos charlaron de nuevo y comentaron por mensaje la elección de Miquel Iceta como presidente del Senado.

Miles de ciudadanos y compañeros homenajean a un político valorado por su inteligencia y sagacidad y su influencia desde la maquinaria del poder

Apenas unos minutos después, Rubalcaba sufría un ictus. Solo. En su casa de Majadahonda, en Madrid, mientras aguardaba que llegara su mujer, su compañera vital de los últimos 40 años, Pilar Goya. No pudo echar mano de su teléfono. Cuando ella lo descubrió en su domicilio, estaba desorientado. Cuando ingresó en el hospital universitario Puerta de Hierro, ya era demasiado tarde. Falleció a los dos días, a los 67 años.

La estirpe de los «servidores del Estado»

Rubalcaba era un referente para muchos de sus compañeros. Un dirigente con más anclajes de partido que Felipe, el hombre al que muchos en el PSOE y fuera de él consultaban y con el que se desahogaban. «Sabía de encuestas, del partido… de todo«, indicaba uno de los cuadros con los que más relación ha tenido hasta el final. Incluso en el actual Gobierno de Pedro Sánchez había miembros que hablaban o se cruzaban algún mensaje con él para escuchar sus reflexiones. Era «muy cariñoso«, «rápido» en sus respuestas y pensamientos, de una inteligencia epatante, un incuestionable estratega —tacticista en exceso, para otros—. Y un diletante consumado.

«Su muerte es la certificación del final de una época que ya no se repetirá», la de un modo de hacer que casa mal con los tiempos líquidos, dice un asesor

Cuentan sus colaboradores que daba vueltas y vueltas a cada decisión que tomaba. Preguntaba y preguntaba, analizaba pros y contras escrupulosamente, llamaba, escuchaba. En su corto mandato como secretario general, a veces acudía a la Moncloa a reunirse en privado con Mariano Rajoy. Ambos echaban la tarde. «Y de lo que teníais que hablar, ¿en qué habéis quedado?», le inquiría a su regreso Valenciano. «Bueno, eso ya lo veremos a la próxima«, respondía él, casi disculpándose.

«Su muerte es la certificación del final de una época que ya no se repetirá», sentenciaba uno de los técnicos que más cerca estuvo de él. El final de una clase de dirigentes que construyeron la democracia, que fueron influyentes durante años y que tenían una forma de hacer que casa ya mal con los tiempos ansiosos y líquidos de la España de hoy. «Dos meses tardaba en preparar su discurso en el debate del estado de la nación», aseguraba este colaborador para ilustrar ese trabajo concienzudo. «Y nos troquelaba a todos con una idea: ‘Primero España, luego el partido, y luego cada uno'». Rubalcaba, decían muchos, pertenecía a la estirpe de los «servidores del Estado», a los que no les importa emplear «16 o 17 horas diarias» de su vida en el trabajo, en palabras de González. «Era el político con más capacidad e inteligencia de la política española«, se deshizo en alabanzas un afectado expresidente. «Pocos tendrán la cabeza que él tenía», convenían varios dirigentes en estos dos días de emocionado velatorio en el Congreso.

El exlíder socialista abandonó la primera línea con un cargado currículum a sus espaldas. Lo había sido todo, menos presidente del Gobierno. Pero, según sus amigos y compañeros más próximos, nunca se deslizó por la pendiente de la «altivez», ni por el clasismo. «Despreciaba a quien trataba mal a sus subordinados«, señalaba una de las personas que más cerca trabajó con él en los últimos años. Era frugal a veces hasta la náusea, y obsesionado, una vez fuera del poder, con no llamar la atención. No siempre lo conseguía. «Cuando quedábamos por el paseo del Pintor Rosales [en el barrio de Argüelles de Madrid], había veces que se acercaban a nosotros y le pedían selfis… y en ocasiones le pedían esas fotos para sus abuelas… y eso ya le gustaba menos», rememoraba Valenciano.

La distancia con la dirección

Rubalcaba, desde su retiro, medía sus apariciones públicas, pero sí encarnó la oposición interna a Sánchez. Acuñó la expresión de ‘Gobierno Frankenstein‘ para referirse a la alianza del PSOE con Podemos y las formaciones separatistas cuando el país zozobraba sin un Ejecutivo y desconfiaba de las intenciones del líder socialista. Él, como Felipe, sintió cómo su relación con él, al que nunca apoyó, quebraba. Las primarias de 2017 tampoco mitigaron el dolor del pasado, y la exclusión de Valenciano y de los suyos, de su gente, de las listas, no hizo sino incrementar su recelo. En Ferraz le acusaban de haber intrigado contra el jefe y de no saber aceptar la llegada de la nueva dirigencia.

La relación de Rubalcaba con Sánchez se enfrió en la última etapa, pero él, su dirección y su Gobierno se han volcado con el exministro y su familia

El ictus y la repentina muerte del exministro cambiaron el estado de ánimo interno. La dirección de Sánchez y su Ejecutivo en funciones se volcaron con él, con su familia, y dispusieron todo, en coordinación con la presidenta del Congreso, la popular Ana Pastor, para que la Cámara Baja acogiera la capilla ardiente. Los cercanos a Rubalcaba no tenían reparo en reconocer la «presencia constante del presidente» —también lo fue la de Pastor—, de su Gobierno y de Ferraz en todo el velatorio. Ambos no se movieron de allí en ningún momento. De principio a fin.

Por Pasos Perdidos del Congreso desfilaron todas las sensibilidades y generaciones del PSOE. Felipistas, guerristas, zapateristas, rubalcabistas, susanistas, sanchistas. Todos homenajearon al exministro. Sin distinción. El duelo, decía uno de los máximos colaboradores de Sánchez, ha servido para «reunir a todo el partido«, hacerlo más fuerte, coserlo más después de dos procesos de división. Uno, la fractura del congreso de Sevilla, de 2012, en el que batallaron dos rivales que no se soportaban ya, Rubalcaba y la extitular de Defensa Carme Chacón —ambos fallecidos con solo 25 meses de diferencia, ambos de manera súbita, ambos antes de tiempo—, palo del que ella no se rehabilitó políticamente más. Dos, las primarias de 2017, entre Pedro Sánchezy Susana Díaz. Y mientras que los cercanos a Sánchez confiaban en que ese legado de unidad que ha dejado Rubalcaba perdure, los dirigentes que integran ese socialismo histórico pedían altura de miras a la dirección, generosidad. Ahora más posible tras la victoria del 28-A.

Rubalcaba se sentiría «reconfortado» si hubiera podido ver por una ventana su propia despedida, señalaba Valenciano. Él no se habría esperado un adiós que algunos de sus compañeros solo veían semejante al multitudinario tributo que recibió a su muerte Enrique Tierno Galván, alcalde de Madrid. Miles de personas guardaron cola durante horas para detenerse un segundo frente al féretro del exvicepresidente. Los poderes del Estado le rindieron honores. La Corona en pleno —los Reyes y también los padres de Felipe VI, don Juan Carlos y doña Sofía, y la infanta Elena— quiso honrarle en la Cámara Baja, agradeciéndole su contribución a la estabilidad de la monarquía en un momento crítico y que lograra refrenar la pasión republicana en el PSOE en un tiempo de angustia por el crecimiento imparable de los morados. También los máximos dirigentes de PP (Pablo Casado), Ciudadanos (Albert Rivera), Podemos (Pablo Iglesias) e IU (Alberto Garzón). Los expresidentes González, Zapatero y Rajoy. El primer ministro portugués, António Costa. Los presidentes autonómicos y barones socialistas, exministros del PP, periodistas, policías y guardias civiles. Un adiós cálido, emotivo, transversal e impresionante.

—Lo echo de menos ya y estoy seguro de que lo voy a echar de menos y voy a echar de menos esa conversación interrumpida —señalaba un emocionado González tras visitar la capilla ardiente. Perdía un amigo, un hombre con el que hablaba cada semana y al que reconocía su inteligencia política.

Muchos otros tenían esa sensación de charla arrebatada bruscamente. La orfandad. El vacío por la huella dejada por un referente vilipendiado muchas veces en vida y respetado y elogiado a su muerte. Él mismo lo decía con sorna en 2014: «En España enterramos muy bien«. La sentencia se cumplió con su partida.

 

 

FUENTE: ELCONFIDENCIAL