La lógica castrense se ha impuesto en el análisis del proceso catalán desde el pasado octubre. El Estado reclama sin demora la corona de laurel que atestigüe su victoria. Puede incluso que algún afamado arquitecto haya recibido el encargo de proyectar un arco del triunfo que honre y recuerde a los generales patrios que hayan protagonizado las más destacadas hazañas contra el independentismo.

Una parte del soberanismo también lee los acontecimientos desde la misma lógica militar. De ahí nace la convicción de que no seguir luchando cuerpo a cuerpo en campo abierto es aceptar una rendición incondicional y asumir mansamente una derrota sin paliativos. El proceso habrá sido un bluf con un final indigno gracias a la complicidad de combatientes propios, incapaces de mantener la posición llegado el momento de la verdad.

Esta lectura de trinchera puede llevar en volandas a los poderes del Estado a una euforia irreprimible y a los independentistas a una depresión severa y colectiva. Pero ¿avalan los hechos un análisis de este tipo? Quizá la jerga contable ayude más que la militar y proporcione una fotografía más precisa de lo que nos está tocando vivir.

Activos y pasivos

Catalunya es un sujeto político en la esfera internacional por primera vez en su historia contemporánea. Puede que muchos independentistas crean que el mundo ha visto siempre en los catalanes una versión mediterránea de escoceses o quebequeses. No es verdad. Catalunya ha entrado en la agenda política y mediática internacional con el procés. No es fácil incorporar este activo al balance y vale su peso en oro, como podría acreditar cualquier diplomático que pudiese sincerarse al respecto.

Otro activo del independentismo, en absoluto irrisorio, es que ha dejado de ser una opción friqui para pasar a ser un proyecto político plausible. No todo el catalanismo es independentista, pero lo cierto es que la independencia ha pasado a ser su aspiración casi hegemónica. Un proyecto político considerado, en el mejor de los casos, utópico, ha adquirido carta de naturaleza como opción realizable y deseable para el 47% de la población catalana.

Dos anotaciones más, estas en la columna de pasivos del Estado, aunque sea el soberanismo quien los ha hecho emerger y pueda acabar sacando provecho de ellos.

Primero, los poderes públicos españoles han enseñado sus vergüenzas y tarde o temprano pagarán factura por ello, como bien ha apuntado Alfredo Pérez Rubalcaba, el Fouché del socialismo español. La violencia del 1-0, los autos judiciales impúdicos para justificar la prisión preventiva de los encarcelados, la Operación Catalunya, la nueva extralimitación del Tribunal Constitucional para evitar un debate de investidura; son algunos ejemplos que demuestran hasta qué punto la incapacidad política de los partidos españoles ha servido para degradar los fundamentos de la España democrática en una espiral que no es sostenible y que esconde una gran debilidad en el largo plazo.

Por último, un cambio de mentalidad ciudadana y política incentivada por el propio Estado ha situado a más de dos millones de personas en Catalunya en la íntima convicción que la fuerza está en manos del otro, pero no la legitimidad ni la autoritas. Su relación con ese otro ha pasado a medirse bajo la óptica del vasallo al que se puede forzar pero que, por ello mismo, se autoexige la obligación de seguir buscando el modo de escabullirse.

La complejidad de la sociedad catalana

¿Puede el soberanismo sentirse derrotado? Sí, si considera que todo ello no tiene valor alguno porque la República Exprés es imposible y seis años es todo el plazo que estaba dispuesto a otorgarse para lograr su objetivo, que no podía ni puede ser otro que el de un referéndum pactado. Por el contrario, no puede pensar que lo ha perdido todo si es capaz de valorar la importancia estructural que tienen todos estos elementos que juegan a su favor y se decide a proyectarse en el futuro con mayores dosis de pragmatismo e inteligencia política. Esforzándose también por no dar la espalda a la enorme complejidad de la sociedad catalana en su conjunto, como queda acreditado cada vez que es llamada a las urnas o, de un tiempo a esta parte, con el simple gesto de levantar la vista para contar banderas en los balcones.

Y el Estado, ¿tiene motivos para reclamar con apremio el trofeo que acredite una victoria incontestable? RespondePirro (318-272 a.C), rey de Epiro, tras vencer a los romanos en el campo de batalla: “Otra victoria como ésta y volveré solo a casa”. Tomen nota antes de caer en la tentación de celebrar la primavera que está a la vuelta de la esquina organizando unas saturnales.

 

 

 

 

 

 

FUENTE: ELPERIODICO