Hace un año, la moción de censura contra el Gobierno de Mariano Rajoy salió adelante en el Congreso con el respaldo de 180 diputados. Entonces, el candidato Pedro Sánchez aprovechó la tóxica agitación política promovida con evidente intención tras la sentencia de la trama Gürtel para armar una mayoría multipartidista que fue merecidamente bautizada como frankenstein, pues el líder del PSOE se rodeó de independentistas, nacionalistas vasquistas, populistas, comunistas y proetarras. Fue la cuarta moción de censura celebrada en democracia, pero la primera en prosperar. En aquellas horas se pudieron adoptar decisiones que hubieran evitado lo que llegó a continuación y que se ha prolongado hasta hoy con un horizonte extra de cuatro años, pero el entonces jefe del Ejecutivo, Mariano Rajoy, decidió abocar a la sociedad a un desenlace traumático de los gobiernos populares y al estallido de un periodo de excepcionalidad e incertidumbre controlado por la izquierda y sus aliados. Sin duda, el papel del que fuera presidente del PP resultó decisivo y su responsabilidad insoslayable. Si su actuación hubiera sido otra, es probable que los doce meses subsiguientes habrían sido diferentes y las perspectivas políticas, menos inquietantes. Es evidente que el tiempo da y quita razones y que es también un juez inclemente y despiadado. Hoy, nos parece indiscutible que Mariano Rajoy cometió un gravísimo error con su incomprensible comportamiento en horas cruciales para el devenir de la nación, que pudo y debió afrontar el final de su tiempo político con altura de miras y sentido de Estado, con la grandeza de entender e interiorizar que su momento político había llegado y que era el instante de brindar su último servicio al país que había dirigido durante los últimos años. Aunque convulso y complejo, para quien hubiera estado centrado y con la mente únicamente dispuesta hacia el interés general, era evidente que tocaba apartarse y despejar la encrucijada. Con ello, habría dado continuidad a los gobiernos populares que habrían afrontado el horizonte electoral desde el poder y, por tanto, en condiciones más favorables y con mejores expectativas. Todo lo contrario que al PSOE, que se le habría arrebatado un instrumento, el poder, que, visto lo que ha sucedido después, era esencial. La historia más cercana de España tomó aquel día un desvío inadecuado, con un trazado revirado e irregular que nos ha conducido hasta la fecha después de varias paradas electorales que no han hecho sino ahondar las preocupaciones y desenfocar el futuro. Porque en el año transcurrido, con Pedro Sánchez al frente de un gabinete sostenido por 84 diputados, el deterioro de la normalidad institucional ha sido flagrante, así como la decadencia y el desgaste de cánones medulares de las democracias representativas que considerábamos intocables. La instrumentalización partidista del Consejo de Ministros, el perverso y alegal uso del instrumento extraordinario de los decretos, el abuso de la iniciativa ejecutiva y legislativa en periodo electoral, la ocupación por comisarios de instituciones como el CIS y RTVE, entre otras, o el tendencioso manoseo de la Abogacía del Estado e incluso de la Fiscalía al servicio de la estrategia cortoplacista del Gobierno socialista han sido las señas de la era sanchista que la retratan y dejan en evidencia. España no está mejor, pues sus principales desafíos –el territorial, económico, demográfico e institucional– no sólo siguen ahí, incólumes, sino que presentan más complicaciones y peligros. Un año después de aquella moción, del desistimiento por incomparecencia de Rajoy, afrontamos una larga etapa de hegemonía de una izquierda capaz de cualquier despropósito en el pulso con los golpistas, amenazante en lo económico y fiscal, adoctrinadora en lo educativo e ideologizante en lo institucional y lo público.

 

 

FUENTE: LARAZON