En Viajes por el Scriptorium, novela escrita hace una década por Paul Auster, su protagonista es un amnésico personaje enclaustrado en una habitación sin vistas y por la que desfilan personajes cuya identidad real ignora. Pero cuya presencia le sugiere nebulosamente un pasado común que naufraga en el mar de su desmemoria. De hecho, el personaje en cuestión, Míster Blank, sólo recuerda el chiste que le cuenta animadamente a uno de sus misteriosos visitantes.

Un solitario individuo -le refiere- entra en un bar de Chicago a las cinco de la tarde y pide tres güisquis juntos. El camarero se queda perplejo. Aun así, le sirve sin rechistar los tres vasos alineados sobre la barra. El cliente se los bebe uno tras otro, paga religiosamente y se marcha. Al día siguiente, reaparece con puntualidad británica a tomarse sus tres copas a esa hora que la tradición inglesa reserva para el té, y así durante un par de semanas. Un lapso de tiempo más que suficiente para que el barman se crea con la confianza para satisfacer su curiosidad. Tras disculparse anticipadamente por meterse donde nadie le llama, le inquiere que por qué, a diferencia de todo el mundo, no pide sus consumiciones de una en una. «La razón -esgrime- es muy sencilla. Somos tres hermanos que vivimos en otras tantas ciudades de EEUU y celebramos siempre a la misma hora lo unidos que estamos».

Despejado el enigma, el camarero se olvida del particular. Al cabo de cuatro meses, tan singular parroquiano le requiere que, en vez de las tres copas de costumbre, sólo le ponga dos, lo que mueve su inquietud. Al esbozar cierta turbación, el feligrés le tranquiliza y le aclara sonriente el porqué del súbito cambio: «Simplemente, he dejado de beber». Dicho lo cual, se atiza los potes correspondientes a sus dos hermanos ante la estupefacción de su interlocutor, aun siendo la barra de un bar un escaparate de las cosas más asombrosas.

Al traer a colación este episodio arrancado de una de las obras más relumbrantes de Paul Auster, Premio Príncipe de Asturias y el más cervantino de los escritores neoyorquinos, es difícil no establecer cierta analogía con la sorpresa que originó el miércoles el final de discurso de toma de posesión del nuevo presidente del Parlamento de Cataluña, Roger Torrent.

Alcalde de Sarrià de Ter, gobierna un pequeño municipio muy representativo de esa Tractoria de la que se nutre el neocarlismo que domina las instituciones autonómicas y que tiene su espejo cóncavo en esa otra Tabarnia virtual que acaba de proclamar presidente en el exilio al gran Boadella, aquel Ubú, president, quien en sus exageraciones de cómico se quedó corto retratando los excesos de Pujol. Torrent es, en todo caso, un combativo separatista que semanas atrás había participado en el cerco a la Consejería de Junqueras cuando la Guardia Civil, a instancias del juez, entró para requisar documentos oficiales y que tiene entre rejas a sus promotores, los cabecillas de la Asamblea Nacional de Cataluña (ANC) y Òmnium Cultural, por su responsabilidad directa en la algarada.

Tras años repitiendo el mismo ritual en torno al proceso independentista, lo que reivindicó ampliamente en su alocución, este ex alcalde de ERC sustituyó inopinadamente el «¡Viva la República!» de su antecesora Forcadell por un «¡Viva la Democracia!», no aludió explícitamente a la independencia y se proclamó resuelto a «coser» la fractura política de la sociedad catalana.

Ello resultó mucho más llamativo después del discurso supremacista e hispanófobo de un resentido y furioso Ernest Maragall -a la vejez, viruelas-, cuya apropiación de Cataluña -«Este país siempre será nuestro»- resultó rayano en su furibundo fanatismo al de Miquel Strubell, uno de los fundadores de la ANC, quien tuiteó en su día que siempre antepondría la elección de un independentista como él, «aunque quien liderase la candidatura fuera asesino, pedófilo y corrupto».

En su delirio, Ernest Maragall muestra, si se quiere de forma extrema, sin ser el único ex socialista que acampa estos predios, el error de libro que cometió Felipe González. Después de renegar del marxismo y del derecho a la autodeterminación, entregó el PSOE en Cataluña a la férula dirigente de un PSC al que aportó los votos de los que carecían para que hicieran de su capa un sayo hasta desbordar el nacionalismo de Pujol con el otrora cosmopolita Pascual Maragall y acabar, en el caso de su hermano Ernest, ingresando en las filas independentistas. En todo caso, Torrent y Maragall, son dos caras de la misma moneda, a qué engañarse.

Con toda la vida viendo del presupuesto y trabajando por la independencia, Torrent se adornó citando paradójicamente al escritor Stefan Zweig: «Nuestro mundo tiene espacio para muchas verdades y no sólo para una». Ello habrá removido en su tumba a este judío vienés al que el nacionalismo dejó sin patria tras desmembrar el imperio austrohúngaro y el nazismo le puso en fuga de por vida hasta su suicidio en su destierro trasatlántico de Petrópolis, allá en Brasil. En medio de tan cruel vicisitud, viendo como fenecía su «mundo de ayer», no asombrará que Zweig repudiara la «pestilencia nacionalista» y que concluyera que «el nacionalismo es el camino más corto del hombre a la bestialidad».

Todo ello contribuyó a que, al servirse sólo dos vasos, en vez de los tres habituales, Torrent hiciera creer al PSC y al PP que se apartaba de la ingesta de alcohol. Sus portavoces aplaudieron la estrenada condición de abstemio. Atisbaron un «hilo de esperanza» en su «conciliador» discurso, pero obviaron que se había atizado antes las copas del prófugo Puigdemont y del recluso Junqueras en el curso de su prédica como nuevo presidente de la cámara autonómica.

Ambos partidos constitucionalistas, tratando de agarrarse a un clavo ardiendo, prefirieron pasar por encima de su biografía política y le dieron el beneficio de la duda a quien, probablemente, no emprendía un camino de rectificación como Saulo camino de Damasco. Más bien se atenía a la mínima prudencia exigible al pender sobre su cabeza la misma espada de Damocles judicial que ya ha descabezado el estado mayor del golpe de Estado del 1-O.

Claro que un raudo Puigdemont no desaprovechó la ocasión de hacerse presente en tan solemne sesión para recordarle por vía telefónica que le debe el cargo y debe atenerse a la celebérrima máxima de Ulpiano de que los acuerdos deben cumplirse: Pacta sunt servanda, por lo que debe facilitarle su investidura como sea y desde donde sea.

En este sentido, si el prófugo Puigdemont ha conseguido arrastrar allí a dónde no querían a su partido -si es que milita todavía en el PDeCAT y no ha roto el carné como su colaboradora Elsa Artadi- y a ERC -para dolor y pena de Junqueras-, no parece que Torrent vaya a ser dique de contención alguno a su pretensión de ser proclamado presidente sin atender a la ley ni a la lógica de las cosas. Como la realidad se parodia a sí misma de modo frecuente en estos tiempos de irresponsabilidad organizada, Carles (sin Tierra) Puigdemont busca colocar al Estado de Derecho ante el hecho consumado de su proclamación, de la misma manera que aconteció con el simulacro de referéndum secesionista del 1-O. De momento, lo va a poner a prueba este lunes en Copenhague, a dónde se ha hecho invitar por su Universidad, y es su primera escapada del santuario judicial belga.

Con sus argucias, Puigdemont forzaría al Gobierno de Rajoy a reactivar la aplicación del artículo del 155 frente a un recién constituido Parlamento de mayoría independentista. A nadie escapa que ello desencadenaría un choque de legitimidades -un Ejecutivo dependiente de La Moncloa y una Cámara autonómica en abierta rebelión- de imprevisibles consecuencias e inesperado desenlace.

Ante ese dilema, y la urgencia perentoria del independentismo de recobrar el manejo del Presupuesto para seguir sosteniendo su vasta red clientelar y su aparato de agitación y propaganda, es posible que el soberanismo hiciera un ejercicio del pragmatismo del tipo que Antonio Gramsci, el político y filósofo comunista, definió en estos términos ciertamente memorables: «Mi pragmatismo consiste en saber que si golpeas tu cabeza contra la pared, es tu cabeza la que se romperá y no la pared».

En ese caso, una vez anulada la proclamación de Puigdemont por los tribunales, lo que cebaría la bomba del victimismo nacionalista y engrosaría su fraudulenta historia, se procedería al nombramiento de otro candidato para calentarle el sitio hasta su improbable vuelta. Llámese su mano derecha, Elsa Artadi, el radiofonista Eduard Pujol o un tercero que se sacara de la chistera, a modo de terminal del telemático president. Esa pantomima alimentaría la leyenda del presidente en el exilio sin pagar por ello el inasumible coste de perder la llave de la caja del Presupuesto.

Consolidado ese confuso estado de cosas en medio de la turbamulta, sería elprocés, segunda parte (el soberanismo contraataca). Éstos aprovecharían para reorganizar su lucha en favor de la independencia, después de las actuaciones judiciales derivadas del golpe de Estado del 1 de octubre y de la subsiguiente aplicación del artículo 155 de la Constitución. Pese a que debieran ya estar vacunados al respecto, ni PSC ni PP reparan que, para los nacionalistas como para otros reconocidos liberticidas, «valor o engaño, si es con el enemigo, todo es uno».

Por eso, ninguno de ellos, singularmente un PSOE, que podría ser el más tentado de ello perdido en la nebulosa de la plurinacionalidad española, debiera propiciar que, después de la aplicación del artículo 155 de la Constitución, se consolidara de facto el referéndum del 1-O, por medio de cesiones a cambio de una falsa tregua del independentismo. No serían admisibles todos esos desistimientos legitimados con la anuencia del Congreso de los Diputados y sostenidos graciosamente con el presupuesto público mediante un pacto fiscal vestido con los ropajes que lo travistan convenientemente a ojos de la opinión pública, sin descartar alguna medida de gracia para los reos de la Justicia.

Ello supondría una afrenta a los ciudadanos y a la credibilidad misma de un régimen democrático que cumple en 2018 40 años de Constitución, cuyo articulado establece fehacientemente que la soberanía reside en el pueblo español en su conjunto, sin que quepa merma alguna. Sus representantes no debieran de olvidar que el nacionalismo, aunque diga que ha dejado de beber, seguirá acudiendo todos los días a la misma hora y al mismo bar a tomarse dos copas por los demás. Hay conductas que hablan por sí mismas y que se reiteran con insolente pertinacia frente a hechos que ciegan a fuerza de evidencia.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

FUENTE: ELMUNDO