FERNANDO SALGADO

 

Confieso que el caso Rivera me supera. Me pregunto por qué hace lo que hace, intento buscarle una explicación mínimamente racional y de repente me patinan las neuronas y me encuentro más perdido que un pulpo en un garaje. De sus principios ya no hablemos, porque son aleatorios y móviles como los de Groucho Marx: si no le gustan, tengo otros. Pero tampoco funcionan con él las otras dos herramientas de análisis que solemos utilizar para juzgar la actuación de un político: su mayor o menor sentido de Estado -patriotismo, en la jerga de la derecha- y la dosis de interés partidista o incluso personal que motiva sus decisiones.

Del hombre de Estado, si algún día lo hubo, no queda rastro alguno. Ciudadanos nació para salvarnos de las hordas separatistas que pretenden romper España y para regenerar a un país enfangado en la corrupción. Dos banderas respetables en las que Rivera se ciscó en cuanto las urnas le dieron la llave de la gobernabilidad en el Estado y en varios ayuntamientos y comunidades autónomas. Y comenzó a usar la llave sin ton ni son. Abrió la puerta a la extrema derecha y ensanchó el boquete independentista. Intenta facilitarle la alcaldía de Barcelona a Maragall y rompe relaciones con Manuel Valls por impedirlo. Pretende insuflar oxígeno a los separatistas al empujar al PSOE a pactar con ellos. Gobernará diputaciones que pretendía suprimir. Apalanca al PP en sus feudos tradicionales, allí donde Rivera prometía abrir ventanas y tirar de la manta. No me imagino qué discurso patriótico nos endilgará en cuanto cierre el mercado y se termine el trapicheo.

Lo que más me desconcierta, sin embargo, son los magros dividendos obtenidos. ¿Qué sacó en limpio Rivera a cambio de arriar sus viejas banderas? Le hizo el boca a boca a Casado y resucitó al PP que pretendía superar. Hizo mucho más que el inefable Aznar por reintegrar a la derecha en su destino en lo universal. Se convirtió en el solícito lacayo, mano a mano con Vox, que socorre al amo que iba camino del precipicio. No lo reemplazó en el liderazgo de la derecha: lo sustituye en la cornisa donde el suicida se debate entre aferrarse al saliente de la pared o arrojarse al vacío.

Uno puede entender a quien antepone sus intereses partidistas al bien común, el bienestar de la gente, la gobernabilidad o la estabilidad política. De esos especímenes andamos sobrados. Pero resulta incomprensible la actitud mendicante de quien renuncia a la mayor y se pelea por las migajas del opíparo festín que se da su principal adversario.

La explicación habrá que buscarla en disciplinas ajenas a la política. Tal vez en la dirección que apunta Francesc de Carreras, cofundador de Ciudadanos y ex profesor de Rivera, quien habla de la conversión de aquel «joven maduro y responsable» en un «adolescente caprichoso». Nada puedo aclarar al respecto, porque soy profano en psiquiatría. Únicamente intuyo que Albert Rivera saltará al vacío y que, dentro de unos cuantos años, Ciudadanos será solo un «melancólico recuerdo» como sospecha Carreras.