Rafael Fraguas

 

La realidad española se ha visto caracterizada, a grandes rasgos, por una generalizada despolitización que lleva a las gentes a hablar únicamente de los políticos, nunca de la política. Esta carencia degrada la vida social y le arrebata un arma extraordinaria para la defensa de los intereses mayoritarios. Tal arma es, precisamente, la Política. La Política, poder y persuasión, está formada por el equilibrio entre un cratos y un ethos: una fuerza y una moralidad; una legalidad y una legitimidad. La forma política suprema es el Estado. Las leyes controlan el poder político, mientras la legitimidad acredita el consentimiento de la sociedad ante ese control estatal. Si las ecuaciones se ven compensadas, reina la armonía. Así es en teoría. Pero en la práctica, lo que prima en España es un extendido malestar político, una insatisfacción generalizada, una desmoralización sobre la posibilidad de superar los problemas. ¿Por qué? Porque esos equilibrios han quedado rotos por la decepcionante actuación de los principales vectores políticos en la escena: las Instituciones, el capital, los poderes, los partidos y –también hay que decirlo- la participación de la ciudadanía en la actividad política. Y Europa, no la olvidemos.

Nadie parece haber cumplido con su deber. La Unión Europea, otrora un gran espacio de libertades, nos arrebató la soberanía política para obligarnos a tributar al Gran Capital una sumisión perpetua, donde la voz democrática de los pueblos apenas se escucha en un parlamento silenciado frente a los gritos de los especuladores en demanda de prebendas fiscales para el capital financiero.

Aquí, la Corona española se ha visto mancillada por su anterior titular y por algunos elementos de la familia real. Hoy muestra un evidente desconcierto ante los problemas estatales en presencia. Nadie sabe quién aconseja así a la Zarzuela. La Economía española ha dejado de ser productiva, tras haber sido secuestrada por el capital financiero, liquidador del capital industrial y del capital comercial, que mantenían siquiera un nexo con el mundo del Trabajo, del que vivían. Hoy sufrimos el dictado de los especuladores: siguen fabricando burbujas que, al estallar, arrasan las posibilidades de vida de miles de familias; pero no les importa, prosiguen instalados en el error monstruoso de creer que el dinero crea la riqueza. Y desmantelando lo poco que queda del trabajo productivo a pasos agigantados. ¿Sabe alguien de qué van a vivir nuestros hijos y nuestros nietos?

Qué decir del poder judicial y de la incesante capacidad de algunos de sus tribunales para herir a la mayoría de la población con sentencias incomprensibles, cuando no bochornosas e infames, como sus carpetazos y sorprendentes archivos rayanos en la injusticia. Por su parte, el poder legislativo sufre hoy el acoso de todos aquellos otros poderes que carecen de representatividad y que tratan de sepultar en el silencio las demandas democráticas, mayoritarias, silencio que persiguen imponerle los dueños del poder y del dinero. El Gobierno actual, tras la larga noche del Partido Popular, se ve asediado por el gansterismo de los corruptos, que forman legión y que pugnan por impedir cualquier atisbo de racionalidad en la política española: se envuelven en la bandera española para impedir que se restablezca la presencia de la mayoría social en las instituciones de Gobierno y en el Parlamento. En cuanto concierne a los partidos, unos han prescindido de su función representativa para dar paso a verdaderas mafias dirigentes, mientras otros han dejado de instruir políticamente a la ciudadanía para cebarse en peleas y mordeduras internas. En cuanto a los ciudadanos, salvo algunos grupos activos de jóvenes, parecen haber abdicado de la presencia y la participación políticas, espantados por la baja calificación moral y personal de quienes acceden sin filtraje alguno a la clase dirigente y sepultados en la ignorancia respecto al tratamiento de un álgebra compleja como la que compone la acción política. Gran parte de los medios de comunicación no comunica sino que aísla a la ciudadanía y fomentan los conflictos, con el odio como mensaje y como ropaje, la frivolidad más trivial.

Desde luego, no todos los gatos son pardos. Hay aún sectores sociales, clases y gentes honestas, así como instituciones democráticas que pueden ser recobradas para las causas mayoritarias. Pero se encuentran muy dispersas en numerosos frentes, sin un consistente cemento político que las haga fraguar y consense su fuerza. Pero esta tarea resultará imposible sin saber realmente qué ha pasado en nuestro país para que el grado de malestar político sea tan acentuado y la polarización social se muestre tan agudizada.

Hay, desde luego, numerosas interpretaciones pero, a grandes rasgos cabe decir que tras los últimos Gobiernos de la cúpula del Partido Popular, que debutó engañando a sus propios votantes, el crimen organizado ha tomado plena posesión de sus circuitos de poder. No se trata de la corrupción de unos pocos, no. Es su sistema de poder el que se ha corrompido del todo. La mafia dejó años atrás la metralleta y sus sicarios se reconvirtieron con los ropajes de los llamados brokers bursátiles. El capital financiero, el más amoral de todos los tipos de capital, pasó a impregnarse de prácticas especulativas, la llamada ingeniería financiera, que no pueden aplicarse sino mediante el mantenimiento a sangre y fuego de los inmorales privilegios de quienes ocupan el vértice delincuencial, a través de la extorsión, la protección mafiosa y la omertá, los pactos de silencio para eludir la ley y saquear las arcas públicas en beneficio propio. Eso es lo que han hecho los Gobiernos de la cúpula del Partido Popular, contaminando todo cuanto tocaron. Pero sigue teniendo votantes que, en las encuestas electorales previas, casi nunca se atreven a decir que votarán al Partido Popular.

Para el crimen organizado, se trató de acabar, primero con el Trabajo, cosa ya casi conseguida con la precarización incontrolada de los salarios; y ahora, se propone desarticular cualquier línea de resistencia contra su bestial empuje dictatorial, contra sindicatos, organizaciones civiles, asociaciones ciudadanas y partidos democráticos. Más aún, contra la propia política y contra el Estado. El ultracapitalismo quiere acabar con el Estado y con la Política, porque sus convenciones limitan el descontrol de aquellos que quieren destruir la sociedad para humillarla convirtiéndola en un mero mercado, un mercado desigual, de intercambios desiguales, que huya de control y de regulación alguna.

Primero, ¿lo recuerdan?, fue la desregularización de la Economía; ahora se trata de desregular la propia Política. Veamos si no qué sucede en Estados Unidos. A qué se dedica el inquilino de la Casa Blanca, de donde vienen las consignas que llegan luego aquí. Ese tipo quiere destruir todas las prácticas políticas y constitucionales. Le importa un pimiento la democracia, las libertades, la mera humanidad. El ultra-capitalismo imperante, el que permitió su acceso presidencial, ya no se permite a sí mismo convivir con instituciones democráticas, ni con los partidos, mucho menos los sindicatos. Le sobra más de la mitad de la población. La adquisición, acrecentada, de la tasa de ganancia es el objetivo a conseguir a costa de lo que sea. Perpetran nuevas guerras. Por eso venden armas, fomentan los conflictos, inducen golpes de Estado, invaden países, fuerzan éxodos de millones de personas hacia el exilio y la miseria. Son y, sino no somos aún, personas sobrantes.

Todo ello lleva a plantear, como pronóstico, que si hay una solución a este estado de cosas es, primero, desalojar aquí y a partir de ahora a los mafiosos de las instituciones, como meta prioritaria, lo cual es únicamente pensable y posible si la izquierda abandona las polémicas históricas –hoy inútiles- que la mantienen dividida desde el fin de la Guerra Civil y se une en el objetivo común de sanear la política española. Socialistas, comunistas, republicanos, comunes, progresistas, nacionalistas demócratas y libertarios, componen la mayoría social de este país. La meta es transformar esta mayoría social en una mayoría política. Para ello hay que sentarse a dialogar, escucharnos, buscar entre todas y todos los puntos de enlace que nos unen, entre los que destaca el anhelo mayoritario por la conseguir para todos una vida digna en paz y libertad. Es necesario un consenso amplio entre todos los sectores sociales democráticos. Aquí no sobra nadie. Solo así podremos dar respuesta afirmativa, confiada, viable y segura a la pregunta de Quo vadis España. Y solo así cuando, necesariamente, tendamos la mano a otras fuerzas -tras expurgar a sus corruptos-, en busca de consensos más amplios aún por el bien de nuestro atribulado país, tendremos la garantía plena de que la cúpula de la derecha que se decía democrática, no vuelve a engañarnos.