El relativo sosiego estival invita a tomar distancia de nuestras cuitas cotidianas para intentar comprender las causas profundas de las patologías políticas que está experimentando nuestra sociedad. Enzarzados en nuestras propias batallas –en particular, el llamado “problema catalán”–, los árboles de nuestro jardín político no nos dejan ver el bosque global que tenemos delante.

La idea que quisiera sostener aquí es que nuestros problemas políticos particulares tienen una raíz global que va a estar con nosotros durante mucho tiempo. Una raíz que va a dificultar, cuando no a impedir, que se pueda abordar con rapidez y eficacia los grandes retos de nuestra época: el desorden político, la desigualdad social, el cambio climático, la inmigración, la mayor longevidad, el cambio tecnológico o la necesidad de una nueva gobernanza mundial que tenga en cuenta a los nuevos actores internacionales, en particular, China. 

La señal más clara de que estamos ante un problema global es la aparición del nuevo movimiento nacionalista conservador a escala internacional. De Asia a América, de Europa a África, el nacionalismo es una marea que alcanza a todos los países. Después de casi un siglo de ostracismo, cuando en los años veinte y treinta del siglo pasado dominaron la escena política, el nacionalismo y el caudillismo han vuelto. La democracia representativa basada en el pluralismo de los partidos se ve de nuevo amenazada por una democracia orgánica basada en el caudillismo y apoyada en un movimiento nacional. La historia no se repite, pero rima, señaló Mark Twain. Y la verdad es que rima de forma alarmante.

Si tomamos en consideración esta perspectiva global, vemos que no somos raros. Tanto el nacionalismo independentista que ha emergido en Catalunya como el nacionalismo español que viene de la mano del nuevo presidente del Partido Popular son manifestaciones locales de ese nuevo movimiento nacionalista conservador global. El intento de los independentistas de sacar a Catalunya de España es similar al de los brexistas para sacar al Reino Unido de la Unión Europea. Los países se repliegan sobre sí mismos.

¿Cuál es la causa de esta convulsión? A mi juicio, la crisis política –nacional y global– que abrió la crisis financiera internacional de 2007-2008. Desde sus inicios había señales de que no iba a ser una crisis financiera convencional sino una crisis sistémica que iba a poner patas arriba los sistemas políticos y el orden económico liberal internacional. Esa fue mi intuición cuando en el 2010 coordiné y publiqué una obra colectiva con el título de La crisis de 2008. De la economía a la política y más allá. La crisis financiera actuó como un desvelador del agotamiento de los sistemas políticos y del orden económico internacional que habían regido desde el final de la guerra y de los acuerdos de Bretton Woods.

Pero, si esta idea tiene algún fundamento, surge otra pregunta: ¿cuál fue la causa que provocó ese agotamiento? En mi opinión, el fin de una doble hegemonía. Por un lado, la de una clase social formada por unas élites que, al calor del crecimiento de la posguerra y de las políticas económicas libertarias de los ochenta y noventa, se constituyeron en una nueva aristocracia del dinero, cosmopolita y apátrida. A esto se ha unido, por otro lado, el fin de la hegemonía de Estados Unidos como gestor del orden político, económico y militar internacional.

Como ocurrió al final de la hegemonía de la aristocracia de la tierra a inicios del siglo XX, el fin de la hegemonía de la aristocracia del dinero a principios del siglo XXI se manifiesta en el rechazo de los valores e instituciones cosmopolitas, en la confusión organizativa a escala nacional e internacional y en el desorden moral que domina nuestras sociedades, con unas élites autistas ante los problemas de la mayoría de la población. El actual nacionalismo populista es la reacción al cosmopolitismo apátrida de la época que finalizó con la crisis del 2008.

¿Qué podemos hacer? No es posible volver al orden nacional e internacional sin abordar esta crisis política y moral. Eso implica afrontar dos grandes retos. Uno es construir un nuevo contrato social nacional y europeo que reconcilie a los diferentes grupos sociales en un proyecto común de futuro, como se hizo al final de la Segunda Guerra Mundial. El segundo reto es construir un nuevo sistema de relaciones internacionales que tenga en cuenta a los nuevos actores, en particular a China. Es una doble tarea titánica. En el pasado sólo se logró después de sucesos dramáticos. Ahora deberíamos esforzarnos en lograrlo en tiempos de paz.

 
FUENTE: LAVANGUARDIA