Sólo quien está habituado a la impunidad se sorprende cuando esta acaba. Y en democracia, tarde o temprano, o acaba la impunidad o acaba la democracia. Pocas metáforas hay más ajustadas que esa del peso de la ley. Porque la justicia es lenta pero a veces, cuando la gravedad de los delitos lo exige, cae a plomo sobre quien resulta hallado culpable. Y si no cayera sobre cualquiera que la desafía, sin reparar en su ideología, posición u oficio, ya no podríamos decir que vivimos en una sociedad de ciudadanos libres e iguales.La juez Lamela ha mandado a prisión sin fianza al vicepresidente y a los siete consellers del Govern que renunció a la representación de todos sus gobernados, destruyó el orden legal en Cataluña, extendió la inseguridad jurídica, puso en fuga a los creadores de riqueza, desgarró la convivencia y finalmente aspiró a presentar todo eso ante instancias internacionales como el cumplimiento de un sonriente anhelo popular. No constituye una noticia particularmente edificante que nadie entre en prisión por causa de una ejecutoria fraudulenta, pero ni el ejercicio de la política está eximido de la vigilancia del código penal, ni es más apropiado pasar un año en la cárcel sin juicio por robar el dinero de todos los ciudadanos que por tratar de robarles su soberanía. De hecho es bastante más grave lo segundo, como bien recogen las penas decididas por el legislador. De lo que sí cabe felicitarse es de la enésima constatación de que el Estado de derecho, en España, sigue sus procesos al margen de la conveniencia política y con sólido arreglo al texto legal.Por eso no se entiende la catarata de protestas que la decisión de la magistrada ha provocado en ciertos sectores. Porque tras esas quejas, que insisten en la falta de soluciones que supone la prisión preventiva, subyace una desconfianza en la separación de poderes que sólo puede ser fruto de la ignorancia o de la maldad. Hay políticos -y periodistas- que parecen maliciarse que es Rajoy quien dicta los autos. O quien puede regular su contundencia a rebufo de los tiempos políticos «para no fabricar independentistas». O que debe responder en persona por cada cargo público catalán trasladado a una penitenciaría. De hecho, el auto aduce el riesgo de fuga -además de la probabilidad de reincidencia delictiva- como razón principal de que Oriol Junqueras y el resto de consellers se encuentren en prisión, y fundamenta ese argumento en «el hecho de que algunos querellados ya se han desplazado a otros países eludiendo las responsabilidades penales en las que pueden haber incurrido». Es decir, que el delirante periplo belga de Puigdemont -para quien la Fiscalía ha solicitado ya una orden de detención internacional- no sólo ha supuesto el descrédito final para la causa independentista, sino que ha arruinado las estrategias de defensa de sus ex compañeros.No hace falta leer a Gil de Biedma para comprender que la vida va en serio, y que los actos de los adultos tienen consecuencias. Los altisonantes llamamientos a la resistencia de Junqueras camino de la cárcel, las lágrimas de Marta Rovira o el descarnado posicionamiento de Ada Colau -que ayer, alardeando de insumisión, adoptó ya nítida y temerariamente el rol de argamasa del bloque separatista con vistas a las elecciones- están fuera de lugar: despojados de su retórica emocional, sólo revelan la rabia pueril de quien no está acostumbrado a que su soberana voluntad limite con la ley. Pero si la independencia nunca fue real, los destrozos producidos en su consecución reclaman responsables. De eso, y no de otra cosa, va la tarea que el Estado de derecho confía a los tribunales.Nadie celebra que medio Govern -a la espera de los huidos, y de los miembros de la Mesa del Parlament juzgados en el Supremo- esté encarcelado. Nadie dudará ya, por si lo hacía, de que quien echa un pulso al Estado lo pierde.

 

 

 

 

 

FUENTE: ELMUNDO